Bridget es una Trabajadora Católica en Houston. Llegó a vivir y trabajar en Casa Juan Diego después de graduarse de la Universidad de Mary Washington.
Mucho de nuestras vidas en este mundo se centra en lo que podemos obtener.
“¡Compra uno y llévate otro gratis!” “¡Obtén el valor de tu dinero!” “¡Ven y obtenlo!”
Mientras crecía, siempre esperé obtener lo que me correspondía en la vida. Cuando era niña, eran simples placeres como Oreos, una bicicleta nueva y el poder irme a la cama tarde. Conforme crecí, esperaba entrar a la universidad que yo eligiera. Después, obtener un buen trabajo y ganar suficiente dinero para poder vivir cómodamente. Ahora, a la edad de 22 años, estoy empezando a darme cuenta de que la vida no funciona de esa manera, y aunque así fuera, aún no me haría feliz.
Como el motor de mi gran plan de vida se retrasó hasta después de mi graduación de la universidad, me vi forzada a ver mi vida desde otra perspectiva. Una perspectiva que me hizo darme cuenta de que tal vez no estaba destinada a unirme al grupo de jóvenes profesionistas recién egresados, y que tal vez eso era algo bueno. Así que, mientras me embarcaba en mi crisis de un cuarto de vida, le pedí a Dios que me guiara hacia una oportunidad de servicio que me ayudaría a tomar un paso lo suficiente-mente lejos del espejo para realmente sentir lo que es cuando tu mayor pre-ocupación es más que tu punto promedio o tu lucha por encontrar un empleo en tu campo con una licenciatura en literatura. Ahí fue cuando Dios me llevó hacia Casa Juan Diego.
Después de sólo dos meses de vivir y trabajar en Casa Juan Diego, he aprendido cómo se ve la verdadera necesidad. Lo veo en los rostros de los innumerables hombres y mujeres que llegan a la puerta pidiendo las necesidades básicas de la vida. Lo veo en las mujeres y los niños que vienen a Casa Juan Diego sin tener un lugar para dormir. Fue muy fácil olvidar que este tipo de necesidades existían cuando estaba segura y tranquila en mi casa, sin miedo de perder mi casa, mi comida o mi familia.
Una cosa que he notado en común en el trato con la gente con todo tipo de vidas, desde el más pobre de los pobres hasta el más rico de los ricos, es el instinto de acumular las cosas. Así sea una mansión llena de cosas caras o un cuarto prestado de 5 por 8 pies lleno de cosas donadas, la gente tiende a aferrarse a todo lo que puedan. A menudo, nos vemos atrapados en la idea que si tuviéramos esa otra cosa más, seríamos felices.
Pero estoy aprendiendo más y más qué horrible mentira es esto. Es una mentira que continuamente decepciona a mucha gente a lo largo de su vida, a pesar del hecho de que cada cosa que pensaron que les traería felicidad, eventualmente resulta ser un espejismo.
Yo pienso que está claro que cuando nos apoyamos en los bienes materiales para realizarnos, terminamos decepcionados. Vemos que la pobreza puede destruir el espíritu de una persona, pero también la avaricia. He perdido la cuenta de todas las historias en las que las personas ricas e infelices destruyen sus propias vidas.
Pero, ¿cómo podemos llenar ese hueco que sólo se vuelve más vacío entre más tratamos de saturarlo con cosas? Con tanto concentrarnos en obtener y retener esas cosas, perdemos el enfoque de las cosas que realmente en-riquecen la vida, y eso es la alegría de dar. Proverbios 11: 24-25 dice, “Uno reparte abundantemente y se enriquece, otro economiza y se empobrece. El que es generoso será saciado, el que riega será regado.” Jesús mismo dijo: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, y perder su alma?” (Marcos 8: 36)
La solución, por supuesto, es la más sencilla y la más difícil del mundo: dar. Cuando damos – nuestras cosas, nuestro tiempo, nuestras oraciones- cambia nuestro foco de atención de estar en nosotros mismos y nuestras expectativas de lo que merecemos, a estar en las necesidades de los demás.
En su mensaje de Cuaresma, el Papa Francisco nos re-cuerda como Jesús se hizo pobre y nos dio todo. Somos llamados a seguir Su ejemplo, no sólo en vaciarnos de ese deseo por cosas, sino en unificarnos con las necesi-dades de los demás. Como dice el Papa Francisco, “Imitando a nuestro maestro, nosotros los cristianos es-tamos llamados a reconfortar la pobreza de nuestros hermanos y hermanas, a tocarla, a hacerla nuestra y a dar pasos prácticos para aliviarla.”
Esto es precisamente lo que amo de estar en Casa Juan Diego. Soy bendecida cada día en poder compartir el sufrimiento y la necesidad de la gente de Dios. Soy lo suficientemente afortunada de estar en una posición en donde puedo darles una solución práctica. Gracias a la generosidad de los que apoyan a Casa Juan Diego, cada día puedo darle una bolsa de comida a esa persona hambrienta que alimentará a su familia durante una semana, o medicina que aliviará el dolor de alguien, o una chamarra que calentará a alguien del frio.
En el espíritu y propósito de esta época de cuaresma, rezo para que el Señor siga abriendo mi corazón y me dé la fuerza de ser débil y la voluntad de dar más de lo que espero recibir.
El Trabajador Católico de Houston, marzo-mayo, 2014, Vol. XXXV, No. 2.