Hace dos años, Dios me bendijo con la oportunidad de ser una Trabajadora Católica por el verano. Antes de llegar a Casa Juan Diego, no estaba segura de lo que iba significar vivir ahí pero sabía que quería pasar mi verano haciendo servicio y aprendiendo un poco acerca de la fe católica. Uno de los requerimientos del programa era escoger un lugar que estuviera cerca de mi casa o algún familiar. Ya que vivo en Guadalajara, México, la única otra opción era estar cerca de mi tía. Providencialmente, Casa Juan Diego era el sitio más cercano a su casa. Fue ahí donde por fin conocí a Jesucristo.
Fue bautizada en la Iglesia Católica de bebé y recibí mi Primera Comunión cuando tenía once años. Recitar el Padre Nuestro todas las noches antes de dormir se volvió hábito. Pero yo no conocía a Dios personalmente. En mi cabeza, Él era un ser supremo distante al quien no le interesaba conocerme ni tener un impacto real en mi vida. Fue difícil pensar algo diferente mientras que mi ansiedad y depresión continuaron en la preparatoria y el primer año de la universidad. Después del primer año en la universidad, había perdido esperanza y no entendía el propósito de la vida.
El segundo semestre en la universidad se estaba terminando y ya casi era hora para ir a Houston pero no me sentía digna de ir. Tenía miedo de no poder servir bien a las personas. Viéndolo en retrospectiva, yo sé que Dios me mandó a Houston para sanarme. Lo conocí a Él en cada persona con la que me encontraba cuando llegué a Rose Street. Él me llenó de Su amor cada segundo de cada día ahí. Su rostro redentor en el pobre transformó todo mi mundo y finalmente me mostró mi propósito. María caminó a lado de mí todo el camino, llevándome a su Hijo. Ahí, justo como lo hizo con San Juan Diego, me dijo, “¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?”.
Conocí a varias madres que llegaban a Casa Juan Diego con sus hijos. La mayoría llegaba con sus esposos pero algunas llegaban solas. Una mujer llegó con sus dos hijos después de escapar de su esposo abusivo. Las primeras interacciones con ella fueron breves pero un día me preguntó si podía hablar conmigo. Entramos a la capilla para hablar y ahí me compartió su historia. Ese día así como muchos días después, el Señor me bendijo al poder acompañar a la gente. Lo único que podía hacer en ese momento era escuchar mientras compartía todo lo que la estaba lastimando. No sabía esto en ese momento pero el corazón traspasado de María se afligía por esa mujer y su dolor.
Hubo muchos momentos difíciles a lo largo de mi tiempo en Casa Juan Diego. Hubo muchos momentos cuando me sentía que no estaba haciendo un buen trabajo o que era un fraude. Muchas veces, aún no me sentía digna. Juan Diego, después de que Nuestra Señora se le apareció probablemente se sintió de una forma similar. Cuando su tió estaba enfermo, él no tuvo la confianza en María y su intercesión para pedirle ayuda. Tal vez no se sentía digno de ese regalo. Pero fue en su humildad y pobreza que Dios quería venir y manifestarse. María se volvió a aprarecer después y Juan Diego intentó evadirla y Dios sanó a su hijo. Hubo muchos momentos durante mi tiempo en Casa cuando quería correr de Dios, por la pena que sentía por mis errores. Pero cada vez, Dios me pedía permiso para poder volver a entrar y enseñarme Su amor.
Un ejemplo de esto sucedió durante la primera semana que estuve allí. Una señora pequeña y frágil que estaba viviendo en la calle llegó a Casa. Preparamos un cuarto, le dimos una bienvenida y le dimos comida. Después de acabarse la comida, me preguntó si podía usar el baño. Justo la habían operado y le costaba trabajo caminar. Cuando ya estaba adentro del baño, pasaron unos minutos y la escuché pedir ayuda. Me preocupé porque no sabía que hacer para ayudarla. Le pedí ayuda a otra trabajadora católica que también era una enfermera.
En los días siguientes, esa misma señora quería un poco de compañía en su cuarto. Por miedo a no tener las palabras correctas o no saber que hacer, no estuve a su lado. Casa no tenía los recursos necesarios para cuidarla como ella necesitaba pero cuando se fue, le dio mucha tristeza irse. Ella encontró un hogar bajo el manto de amor de María en Casa Juan Diego. Los otros huéspedes le mostraron el amor de Dios al amarla y escucharla. Gracias a Dios, le encontramos un lugar donde le iban a proporcionar la atención y servicios que necesitaba. Después de que se fue, entendí que el Señor estaba tratando de encontrarme en mi debilidad, en los lugares donde aún quería sanarme.
Cuando se terminó el verano y regresé a Notre Dame, me inscribí en el curso para confirmación y escogí a San Juan Diego como mi santo de confirmación. Su intercesión durante mi tiempo en Houston llenó mi corazón con todo el poder sanador de Dios. Llegué a ese lugar con un corazón roto, con poca fe y esperanza y me fui llena. Ese lugar me convenció que la única forma en la que recibimos es al dar. Recibí innumerables cosas en Casa de los huéspedes y los otros trabajadores católicos. Nunca hubiera imaginado cuánto amor podía estar dentro de ese lugar tan pequeño y le pido a Dios que pueda seguir creciendo en santidad para poder compartir ese mismo amor con todas las personas que conozca.
El Trabajador Católico de Houston, octubre-diciembre, Vol. XLIII, No. 4.