Mi trabajo durante la distribución de comida de los martes es básicamente organizar a los cientos de personas que vienen a la puerta. Muchos vienen solamente por comida y en realidad se organizan ellos mismos. Antes de que salga el sol, han formado una línea afuera de la puerta hacia nuestro estacionamiento y en ocasiones más y más lejos, hasta llegar a la calle. Otros, sin embargo, tienen peticiones especiales que quieren hacerle a Luisa Zwick después de que termina la despensa. Los ponemos en filas diferentes, en el orden en que vayan llegando. A los muy enfermos o accidentados no se les pide formarse – tratamos de encontrarles un sitio para sentarse y les damos prioridad.
Tan solo esta semana, mientras estábamos terminando lo que creíamos que había sido nuestra distribución de comida más atareada, tuve una experiencia extraña. Un hombre delgado de mediana edad al que no conocía me preguntó si podía ver a la Señora Luisa. Parecía estar bien, así que le expliqué que tendría que esperar su turno y le mostré la fila adecuada.
Resulta que no estaba bien. Hace aproximadamente tres semanas antes, había sido atacado y asaltado en una parada del autobús. Los indocumentados reciben su salario por debajo de la mesa, normalmente en efectivo. Y aunque es posible abrir una cuenta de banco con una identificación de su país, muy pocos lo han hecho- quién sabe cuando Inmigración obtendrá los nombres y direcciones de aquellos que han utilizado las identificaciones de sus países de origen para abrir sus cuentas de banco, ¿se estarían entregando? Así que cargan con ellos efectivo, y aquellos que se especializan en robar a los indocumentados pueden detectarlos a una milla de distancia.
Además, las personas indocumentadas rara vez acuden a la policía después de haber sido víctimas de un crimen por miedo de ser entregadas a las autoridades de inmigración, así que son el blanco perfecto y sin correr ningún riesgo.
Mientras estaba esperando a que nuestro personal le empacara algunas provisiones, el hombre me dijo lo que le había sucedido. Con vaga memoria del evento, después del asacontó fue llevado a la sala de emergencias, donde fue estabilizado y admitido por una lesión en la cabeza. Estuvo hospitalizado durante unos días, luego fue dado de alta, pero no había podido trabajar hasta hace poco, y no pudo ponerse al día para pagar la renta.
Por primera vez lo miré realmente. Casi como imágenes en una pantalla de computadora cambiando de una foto a la siguiente, vi el daño en su rostro. Volví a mirar sin creerlo. El lado derecho de su cara estaba todavía inflamado y cubierto de costras. Con las prisas de categorizarlo en una fila o en otra, no lo había visto verdaderamente.
Pensé en el hombre todo el día. Mi mente seguía intercambiando las imágenes de la cara destrozada del señor y una pintura que había visto de niña del Buen Samaritano auxiliando a un hombre emboscado en el camino a Jericó. Como lo contó Jesús (Lucas 10:25-37), la parábola es normalmente vista como una lección sobre cómo debemos responder al sufrimiento de un extraño. El viajante fue golpeado casi hasta la muerte. Los oficiales en su importancia y poniendo distancia entre ellos y los pobres, pasaron de largo y no se detuvieron a ayudarlo. Sin embargo, un samaritano, una persona de otra raza despreciada, un hombre que era visto como un enemigo, no sólo se paró a ayudar sino que también le pagó al mesonero de su bolsillo para que cuidara del hombre herido. Sin duda ¡un Buen Samaritano!
Esta fue probablemente la primera parábola que puedo recordar. En mi familia, el no ayudar a una persona en problemas no era una opción, así que aun de niña pensaba que yo sin duda me hubiera detenido a ayudar, ¡sin cuestionarlo! Y hoy, como Trabajadora Católica, a veces soy culpable de pensar que, tal vez un poquito, nosotros somos Buenos Samaritanos en el mundo moderno. Pero ese no es el caso realmente. El rol del Buen Samaritano lo juegan nuestros patrocinadores. En la parábola, el samaritano le da al mesonero dinero para cuidar al hombre, y más importante aún, promete pagar cualquier gasto extra que se presente en los siguientes días.
Si tratamos de aplicar la parábola a Casa Juan Diego, la analogía más cercana al Buen Samaritano serían nuestros generosos donadores. Todos aquellos que dan pequeñas y grandes cantidades de dinero, y todos aquellos que dan días enteros de su semana y de sus mañanas para ayudarnos con el trabajo a menudo difícil de alimentar, vestir y cuidar a un gran número de gente, ellos, no nosotros, merecen ser llamados Buenos Samaritanos. Los Trabajadores Católicos tenemos un rol más humilde en esta parábola: la del mesonero que cuida al hombre herido después de ser rescatado por el Buen Samaritano, y que le da al cuidador los recursos que necesita para cuidar del extraño y para darle hospitalidad. Nuestro trabajo en Casa Juan Diego es, entonces, asegurarnos de ser buenos representantes de tantos aquellos Buenos Samaritanos que hacen nuestro trabajo posible.
Pero tomándola en contexto, la parábola va mucho más allá de hacer un llamado a ayudar al prójimo. Jesús y un abogado estaban discutiendo sobre ¡cómo alcanzar la vida eterna! Jesús acordó con el abogado que el camino a la Salvación es el Primer Mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.” Pero después, para “justificarse”, según el texto, el abogado preguntó, “¿quién es mi prójimo ?” Esto parece extraño. Tu prójimo es la persona que vive a tu lado, ¿correcto? Consulté varios comentarios pero no hay mucho acuerdo en todo lo que esto significa. Así que déjenme ofrecer mis pensamientos no académicos.
Houston es una de las ciudades más diversas en cuanto a raza y etnicidad, con certeza más diversa que la Palestina del siglo I. Pero aún en Houston, los prójimos de un abogado, los prójimos de quien sea, en realidad, en general son parte del mismo grupo étnico y más o menos de la misma clase social que el abogado. El de la historia, bíblica naturalmente, asumiría que sus prójimos son las personas que se parecen a él, porque sí eran. Así que seguro estaba pensando, que iba a ser justificado al amar a las personas que se parecían a él, e ignorando o incluso maltratando a las que no, ¿cierto? Después de todo, el Primer Mandamiento dice que ames a tu prójimo como a ti mismo, no que ames a extraños y a extranjeros. Cuida a tu propia gente primero, ¿cierto?
Jesús vio este problema muy diferente. En vez de discutir con el abogado, le cuenta una historia acerca del judío herido ayudado por un samaritano. Para el abogado, o para cualquier persona judía de esos tiempos, no existía eso del Buen Samaritano. Un samaritano era diferente no sólo culturalmente y en cuanto a la religión, era, como lo señaló Martin Lutero King Jr. en su sermón, un hombre de otra raza. ¡Pero Jesús convierte a un samaritano despreciado en el héroe de la historia! Después pone en evidencia al abogado. Recuerden, la discusión aquí no es acerca de ser buenos y ayudar, es acerca de quién es este “prójimo” que estamos mandados por Dios a amar, es acerca de nuestro destino eterno.
Y Jesús le pregunta que, ¿quién cree que actuó como el prójimo del hombre que cayó en medio de los ladrones? El abogado tuvo que responder que fue el samaritano el que le mostró misericordia, no la gente “buena” qué pasó de largo. El samaritano, que no se hubiera podido siquiera acercar a la casa del abogado sin ser echado, y mucho menos podido vivir cerca de él, fue el que Dios nos mandó amar, él era el “prójimo”. La persona que es la más diferente a nosotros, la despreciada, la temida, la minoría entre nosotros — esa es nuestro prójimo.
En Casa Juan Diego, el trabajo de cuidar de nuestro “prójimo” parece un poco común. Cocinamos, limpiamos, llenamos formatos, manejamos para llevar a nuestros huéspedes a sus citas mandatorias con oficiales de inmigración, a la corte, a sus citas médicas, transportamos a nuestros niños a la escuela de verano porque el autobús escolar no funciona durante el verano, diariamente vamos a la farmacia para comprar medicamentos para los enfermos, respondemos al constante sonar del timbre de la puerta de las personas necesitadas – éstas son sólo algunas de las actividades diarias. No hay fin a todas estas aparentemente ordinarias acciones que se vuelven el trabajo colectivo de recibir, cuidar, perdonar y sostener a nuestros viajantes heridos.
Pero, todos estos actos en realidad son Obras de Misericordia, a veces ocultas a simple vista, que también crean las bases para lo que he visto que es lo más importante que proveemos en Casa Juan Diego: solidaridad con nuestros huéspedes.
Al unirnos voluntariamente a la lucha de los migrantes, asumiendo lo más que podamos, compartiendo sus vidas, sus condiciones de vida, y su vulnerabilidad, sea ante ICE o ante las personas anti-inmigrantes que se presentan a gritarles a ellos y a nosotros. Puede parecer en contra de la intuición el acercarse al fuego, pero es ahí donde encontramos la salvación, de acuerdo con la parábola. La solidaridad no requiere una afiliación política particular o un punto de vista acerca de la migración; de hecho, esas cosas son irrelevantes y estorban. Es la aceptación de que la persona no se parece a ti, una persona de otra sociedad es tu prójimo en el sentido de Jesús, el prójimo que estás mandado a amar. Envía el mensaje a las personas en problemas, de que no están solos, y de que sí importan. Demuestra en acción un mensaje directo y claro de que ellos son valiosos; una palabra mágica para aquellos que están al margen. Para muchos el sólo saber que no están solos, que alguien está de su lado y que los apoya, es lo que les permite a las personas el seguir en medio de situaciones inimaginable-mente difíciles.
La solidaridad es también el antídoto para la desesperación que siento cuando oigo reportes de primera mano acerca del terrible abuso por parte de nuestro gobierno en nuestra frontera sur, o cuando leo el periódico o veo la última ley que está diseñada para dañar y aterrorizar a la gente que quiero, gente que literalmente no tiene nada más que a los niños que han cargado a través del continente.
En solidaridad con nuestros huéspedes en Casa Juan Diego, no estoy sola en estos tiempos difíciles. Y mientras el amor no es requerido como una motivación inicial para la solidaridad, puedo testificar que siempre es el resultado. Así que , tomen su corazón hermanas y hermanos, no estamos derrotados aún cuando la balanza de la justicia parece fuertemente inclinada hacia el lado del miedo y del odio. Cultiven la solidaridad en cualquier forma que puedan. Estar en solidaridad es una unión de manos intencional y una fuerte declaración al mundo de que si vienen por ustedes, también vienen por mí. No hay nada más poderoso y transformativo en nuestra comunidad humana.
Houston Catholic Worker, octubre-diciembre, Vol. XXXIX, No. 4.