La última de las mujeres apenas se había subido después de bajar en la noche por un vaso de agua; por fin todo estaba tranquilo. Apagué las luces de la cocina, revisé la cerradura de la puerta de atrás, y estaba a punto de ir arriba para dormir cuando me di cuenta que la puerta de la capilla estaba entreabierta y la luz encendida. Antes de apagarla, me asomé para asegurarme que nadie estaba allí. Estaba vacía. Yo no tenía intención de quedarme, pero me vi yendo hacia dentro. El silencio era acogedor, y de pronto me di cuenta que no había tenido un solo momento a solas ese día.
Me senté en la parte de atrás, frente al altar de nuestra pequeña capilla donde una vela parpadeante estaba al lado del tabernáculo. Cerré los ojos y sentí cómo el pesado silencio de la capilla contrastaba con mi mente imparable, llena de todas las imágenes y eventos del día. Como hago a veces en la oración, respiré en el silencio y traté de vaciar mi mente, pero después de unos minutos de intentarlo me di cuenta que esta vez eso no funcionaria. Estos pensamientos necesitaban ser reflexionados.
Repasé los aconteci-mientos del día, pidiendo a Dios me ayudara a verlos como Él quería. En primer lugar, repasé cada uno de los rostros de las personas a quienes abrí la puerta ese día. Cada una era una persona preciosa, herida; la madre de tantos, cansada, buscando medicina para su hijo; el avejentado anciano de la calle con una colorida historia, buscando alimentos; la nueva familia de Honduras a quien dimos la bienvenida y que no había dormido en una cama en semanas. Entonces me acordé de los momentos alegres; el aspecto de una agradecida mujer discapac-itada que ayudamos a encontrar una nueva silla de ruedas; la emoción después de comunicar algo en español correctamente; las bromas a una de nuestras mujeres acerca de su novio. El momento mientras se llevaba una familia al consultorio médico y sus hijos de cuatro y cinco años cantaban a todo pulmón alguna canción de niños en español, yo quería reír y llorar al mismo tiempo con la belleza única de su alegría.
Entonces aminoré mi tiempo para digerir los momentos que eran más difíciles de tragar. Hubo unos cuantos, en particular, que se destacaron en el caos del día. Uno fue, un breve momento en el cuarto de la ropa cuando una de nuestros huéspedes cogió un zapatito de niño y con lágrimas en los ojos me contó de su hija de tres años que tuvo que dejar en Cuba. Crucé una mirada con ella que casi me atravesó el corazón; su dolor era tan palpable y sin embargo yo no podía hacer nada para ayudarla. Otro momento fue con la misma mujer quien junto con algunas otras que también se han separado de sus hijos, se reunieron alrededor de mí en la cena cuando yo cargaba y arrullaba al bebé recién nacido de una huésped e intercambiaban historias de sus hijos. Fue esperanzador y hermoso y sin embargo muy doloroso; su sufrimiento se hizo más soportable por la solidaridad, la comunidad de amor; pero aun así era un puro dolor del cual solo podía atestiguar, pero no entender.
El último recuerdo fue el que más destacó en mi mente. Ese momento fugaz cuando vi a una esposa que ayudaba a su esposo con su discapacidad física con la nueva silla de ruedas que se le había dado. Ella lo había levantado de una manera distintiva, y me llamó la atención al salir corriendo por la puerta para conducir una familia al médico. Me volví sólo por unos segundos para ver. Ella lo levantó por debajo del brazo, con su hombro sostenía todo su peso, usando las dos manos para apoyarlo. En un destello de entendimiento me di cuenta de que era la misma posición con la que Cristo está representado en pinturas levantado su cruz. Qué hermoso y terrible el camino de la cruz que se vive ante mí.
Me llené de gratitud por haber recibido la gracia de ver estos acontecimientos como lo hice. En ese momento supe cuán necesaria es la oración en este trabajo – porque ¿Cómo podemos ser verdaderamente transformados por este trabajo si no elevamos todos los eventos a Dios para que Él transforme y los revele como momentos de gracia? Yo pude fácilmente haberme ido a la cama y dejar que se pasaran. Gracias a Dios por esa luz encendida en la capilla que me hizo señas y por esa vela parpadeante que representó la presencia de Cristo en el corazón de este lugar.
El Trabajador Católico de Houston, septiembre-octubre, Vol. XXXIV, No. 4.