Cogí el último libro de Thomas Merton, Oración Contemplativa, que estoy empezando a leer, y el prólogo de nuestro buen amigo cuakero Douglas Steere trajo a la memoria un incidente extraño en mi vida. Él cita a William Blake: “Somos puestos en la tierra por un poco de espacio para que podamos aprender a soportar los rayos del amor”. Y continúa diciendo que para escapar de estos rayos, para protegernos de estos rayos, incluso los hombres piadosos se dan prisa a diseñar prendas de protección. No queremos ser irradiados por el amor.
De repente me acordé cuando volvía a casa de una reunión en Brooklyn hace muchos años, sentada en un incómodo asiento de autobús frente a unas pobres personas. Uno de ellos, un hombre abatido, harapiento, de repente encarnaba para mí la desolación, la desesperanza de los destituidos, y me puse a llorar. Yo había sido golpeada por uno de esos “rayos de amor”, herida por él de una manera muy particular. Era mi propia condición por la cual yo lloraba – mi propia dureza de corazón, mi propia pecaminosidad. Reconocí esto como un momento de la verdad, una experiencia de lo que el Nuevo Catecismo llama nuestra “tremenda, universal, inevitable y sin embargo inexcusable incapacidad de vivir.” No había leído esa línea cuando tuve esa experiencia, pero es lo que yo sentía. Creo que desde entonces he orado sinceramente con estos versículos bíblicos: “Quítame el corazón de piedra y dame un corazón de carne.” Yo había estado usando esta oración como uno de los tres actos de fe, esperanza y caridad. “Yo creo, ayuda mi incredulidad”. “En Ti he esperado, jamás permitas que sea confundida.” “Quítame el corazón de piedra y dame un corazón de carne”, para que pueda aprender a amar de verdad a mi hermano, porque en él, en su humilde apariencia, me encuentro con Cristo.
Tal vez supe en ese momento en el autobús en Brooklyn lo que San Agustín quería decir cuando exclamó: “Que me conozca a mí mismo para poder conocerte a Ti.” Porque me sentí tan fuertemente mi nada, mi impotencia para hacer algo acerca de este reconocimiento horrible de mi propia dureza de corazón, que me llevó al reconocimiento de que sólo en Dios estaba mi fuerza. Sin Él no podía hacer nada. Sin embargo, yo podía hacer todo en Aquel que me fortalece. Así que allí también había felicidad. Las lágrimas eran de alegría y tristeza.
Éstos son para mí incidentes en el reino de lo sobrenatural – estas abrumadoras percepciones repentinas, o el reconocimiento del Amor y el abismo de la nada, del vacío en el que nos hundiríamos si no fuéramos sostenidos por la mano amorosa de Cristo.
Desde entonces he pensado muchas veces en que me atrevería a pedirle a Dios que “dejar que me conozca a mí mismo”, recordando el dolor insoportable, así como la alegría de esa experiencia. ¿Y si la alegría no viniera?
Pero más y más me doy cuenta de que la oración es la respuesta, es el apretón de mano, la alegría y el placer entusiasta de la consciencia de ese Otro. En efecto, es como enamorarse.
(De Dorothy Day: Selected Writings: By Little and By Little editado por Robert Ellsberg).
Trabajador Católico de Houston, Vol. XXXIV, No. 2, marzo-mayo 2013.