Casi todos los días escucho y leo acerca de los problemas causados por los trabajadores indocumentados. Nos quitan nuestros trabajos, usan nuestros servicios sociales, nos quitan recursos para nuestros niños y se las arreglan para quebrantar la ley desenfrenadamente! Pensarías que son una especie de grupo poderoso que amenaza la existencia del resto de nosotros.
La realidad es el polo opuesto. Las sociedades ricas como la nuestra, cuya población está envejeciendo y con bajas tasas de natalidad, necesitan trabaja-dores. Los trabajadores en sociedades que no pueden crear o proporcionar opor-tunidades para su gente necesitan irse al extranjero a encontrar trabajo. Esta realidad económica no puede ser evitada, pero si necesita ser regulada para que funcione para el beneficio de todos y para que llegue a los estándares mínimos de justicia.
Nuestras leyes y regulaciones actuales sobre inmigración fallan en ambos lados. El sistema esta quebrantado, cubriendo las necesidades únicamente de aquéllos sin escrúpulos que explotan el trabajo barato de los que no pueden quejarse ante las autoridades.
Si tu existencia en una sociedad no está autorizada, significa que no tienes poder. Estar en un país sin autorización es vivir una vida de vulnerabilidad, una vida de miedo. En Casa Juan Diego estamos rodeados, a veces inundados, por estos seres humanos política y socialmente impotentes. Ser un Trabajador Católico en Casa Juan Diego significa compartir esta vulnerabilidad lo más posible.
Mucha gente se pregunta qué significa esto exacta-mente. No están infringiendo la ley? Pueden ir a la cárcel? No es peligroso vivir con esta gente sin hogar? Yo siempre refiero a la gente que tiene estas preguntas al último libro de Marcos y Luisa Zwick, Mercy Without Borders: the Catholic Worker and Immigration (Misericordia sin fronteras). Aunque, personalmente paso más tiempo releyendo un libro más reciente de los Zwick, The Catholic Worker Movement: Intellectual and Spiritual Origins, principalmente porque estoy fascinada por la vida y las ideas de Dorothy Day, fundadora, junto con Peter Maurin, del Movimiento de Trabajadores Católicos.
Escuché por primera vez acerca de Dorothy en una clase en la Universidad sobre los líderes de justicia espiritual y social del siglo 20. Tenía cierta familiaridad con otros grandes hombres y mujeres que se abarcaban en el curso, pero nunca había escuchado acerca de Dorothy Day. Había una fotografía de ella en la portada de nuestro libro de texto, a un lado de fotos conocidas de Gandhi, la Madre Teresa y Martin Lutero King, y lo primero que pensé fue que Dorothy se parecía mucho a mi abuela.
El pequeño capitulo acerca de Dorothy en nuestro libro me fascinó. Busqué en la biblioteca y leí todo lo que pude encontrar acerca de su vida y su trabajo. No había romanticismo acerca de los pobres en sus narraciones. Ayudar a otros no necesariamente “se siente bien.” La influencia de la pobreza en los seres humanos se retrataba como realmente es: fea. Su apertura acerca de su tristeza, su lucha interpersonal y sus errores, cambiaron mi percepción de lo que era posible para mí. No necesitaba ser perfecta, o incluso más inteligente o mejor de lo que era para poder trabajar por la justicia, para hacer lo que pudiera para que el mundo fuera un lugar mejor. No necesitaba ser una talentosa escritora o una gran oradora como lo era Dorothy. Ser promedio o incluso inexperta en algo estaba bien. No necesitaba esperar por una introspección penetrante o una señal en el cielo. Sólo necesitaba hacer lo mejor que pudiera: eso era todo lo que podía hacer, pero era suficiente.
Es fácil perderse en nuestro propio miedo. Vivimos en un mundo que explota estos miedos. Los publicistas nos asustan para vendernos sus productos. Nos da miedo no encajar, no ser exitosos, no vernos de cierta manera, no estar a la “moda”, estar mal o cometer algún error, no ser suficientemente buenos. Y, aun más significativamente, hemos sido enseñados a tener miedo de la gente que es diferente a nosotros.
He escuchado a un número de personas a lo largo de los años destacar que nosotros los Trabajadores Católicos de Casa Juan Diego debemos de ser muy valientes. Yo siempre aprecio su preocupación, pero no puedo evitar pensar que está fuera de lugar. El trabajo no es particularmente peligroso, al menos no físicamente, y eso es a lo que se refieren. El miedo que a veces me ataca en mis días malos no es el miedo por mi seguridad física, sino el miedo de no estar haciendo lo suficiente, que mis esfuerzos sean insignificantes ante las abrumadoras necesidades de nuestros huéspedes, que no soy adecuada para la tarea, que mi fe es muy débil.
Después veo hacia atrás, cuando leí la autobiografía de Dorothy por primera vez. Ella compartía mis miedos y mis debilidades. Ella rezaba ante esto, a veces de forma prolongada, después se levantaba y hacía lo que se tenía que hacer. Cuando trato de seguir su ejemplo, encuentro que las cosas funcionan.
Por cada día de servicio y solidaridad hacia las personas más vulnerables y anuladas de la ciudad, mi miedo disminuye. Dejo de preocuparme por los resultados de mis acciones; mi trabajo es ser fiel, no ser exitosa. Dejo de preocuparme del discurso de odio que llena nuestro ambiente, porque sé que el amor es más fuerte que el odio.
La Misa de los miércoles en Casa Juan Diego es una larga tradición. Es usualmente un asunto sin reglas con niños incapaces de estar quietos y sus madres apenadas y ansiosas, los enfermos, los saludables, los letrados y los iletrados, los que saben responder y los que no. Al final de la Misa leemos al unísono una oración impresa en una pequeña tarjeta blanca, normalmente arru-gada, agradeciendo a Dios por enseñarnos, a través de Dorothy Day, a cómo ver a Dios en el pobre, el débil y el migrante, y a cómo trabajar por la justicia y la paz. Es precioso. Nunca he terminado la oración de manera exitosa sin tener un nudo en la garganta. En ese momento, sé que estoy tan cerca como puedo del Reino de los Cielos aquí en la Tierra.
El proceso de canonización por el cual la Iglesia reconocería a Dorothy como Santa requiere pruebas de milagros que han tenido lugar gracias a su intercesión. Prácticamente hablando, esto significa pruebas de curaciones milagrosas de enfermedades físicas, y con certeza yo no puedo atribuirle eso. Pero en el sentido amplio del término, puedo decir sin lugar a dudas que Dorothy Day es el milagro de mi vida.