Marion Maendel vino a la Casa Juan Diego de los Bruderhof.
Es otra noche sofocante en Houston. El aire, caliente y espeso como humo, cubre la ciudad y se asienta y se dobla entre los edificios de la calle Rose. Yo me siento en mi cuarto del segundo piso de la Casa Juan Diego, casa de hospitalidad. El ventilador empuja el aire, y leo mi diario de hace dos años. El escrito cubre los primeros meses de experiencia aquí, y la escritura es definitivamente familiar. También recuerdo la pluma verde agujereada, pero las palabras impresas a través del cuaderno rayado son las de un extraño.
¿Quién es este ingenuo practicante del bien que tan clínicamente diagnostica los “problemas de la sociedad” y prepara “planes para ayudar a los otros?” Y esos otros sueños, y esas esperanzas honradas y sólidas y las citas abultadas acerca de servir a los pobres – Ya ni me imagino el significado que tuvieron alguna vez. Sonriendo, volteo la pagina.
Afuera en la noche, una sirena policial quiebra la quietud pesada.. Mi cielo raso gira con el centelleo de las luces rojas y azules, y sin mirar, me puedo imaginar la escena debajo de mi ventana. Dos o tres hombres, muy borrachos, yacen con las mejillas aplastadas en el cálido concreto, con las manos esposadas atrás, mientras un oficial ladra órdenes en un pésimo español. Escudados en la sombra de la pared de la lavandería, un puñado de hombres que se prostituyen se ríen calladamente.
Regreso a mi diario. Está lleno de palabras tan vacías como las páginas en las que están escritas como: “sufrimiento mundial,” “los pobres,” “transformación social.” Mis ojos vagan sobre un pequeño comentario sobre “justicia,” luego derivan nuevamente con el pesado ritmo de la música tejana que viene del cuarto siguiente. Ese es el cuarto de Sonia. Ella es una niña de 16 años de El Salvador, golpeada y preñada por su “joven amigo” de 23 años. Sin techo y asustada.
De nuevo trato de concentrarme, pero un suspiro como cuchillo atraviesa la delgada y seca pared, y un sollozo, duro, ahogado, escondido en una almohada, lo sigue después. Interrumpe la mueca crujiente de las palabras ante mí. Me levanto y apago el ventilador.
Sonia mi hija ¿que pasa? El diario termina en el basurero.
He empezado mi tercer año aquí como Trabajadora Católica. Cuando recién llegué fresca de la escuela secundaria, tenía el “complejo mesiánico” clásico, y me sentía lista para salvar al mundo. Convertirme en un miembro de un movimiento voluntario vibrante equipado con enormes facilidades, y ampliamente conocido en la comunidad hispánica, no me impidió que pensara en convencerme de lo contrario. Tan pronto como me sumergí en la filosofía del Trabajador Católico, estudio y discusiones, me enamoré de la idea de “servir a los pobres” y de “trabajar por la justicia.”
Entonces conocí a la gente. Ellos eran pobres, sí, e innegablemente oprimidos, pisoteados, y desesperados. Yo había contado con eso, Pero no estaba preparada para su concreta humanidad, su diáfana individualidad como personas. Ellos rehusaban ser categorizados como “problemas” pasivos simplemente por que yo me había nombrado a mi misma “ayudanta.” La bien intencionada donación condescendiente de mi tiempo y mi sobrante de amabilidad era despreciable ante sus ojos, y ellos no estaban lo suficientemente desesperados para inclinarse y aguantar por el hecho de sobrevivir.
Fue la misma gente que yo vine a “ayudar” que me enseñó que el reconocimiento de nuestra humanidad común bajo la mirada pura de Dios era el primero y único punto en el que la liberación mutua podría florecer. “Debemos ser salvados juntos,” leí de Dorothy Day, y la suave cáscara de mi idealismo empezó a astillarse.
Pasó un año. En el vuelo de regreso de mis vacaciones, me encontré sentada junto a un hombre de negocios que se presentó como el presidente de un conglomerado masivo de una compañía de artes gráficas de Alemania.
“Yo soy un “Trabajador Católico voluntario,” indiqué y rápidamente describí el movi-miento Trabajador Católico.
Reinart quedó fascinado. “Cuéntame de tu trabajo, la gente,” me pidió, y yo le dije.
Se quedó silencioso y miró a través de la ventana por un momento. “Déjame decirte algo,” el dijo finalmente. “Yo admiro tu coraje. Admiro tu idealismo. Pero voy a predecir algo, también. Dentro de cinco años, tal vez antes, te vas a consumir toda y vas a renunciar.”
Un pequeño cuestionamiento de preocupación empezó a hormiguearme en el estomago. Había sido una vacación larga y lujosa en el campo. El pensamiento de regresar a la sordidez de la ciudad interior fue terriblemente agotador. Repentinamente, los oscuros e interminables problemas y demandas, fueron aterradores.
“Tal vez,” concedí, “Pero ¿como así?”
“Fácil. Primero te vas a quedar sin idealismo. Te vas a hacer dura y cínica, y te vas a dar cuenta que la gente es dura, desagradecida y son unos inmerecidos. Y entonces te vas a conseguir un trabajo real.”
Me quedé mirando el asiento enfrente de mí. Pensé en Marina, una mujer golpeada con dos hijos, que habíamos recibido hacia un año. Además de darle tiempo ilimitado con nosotros para que reorganizara su vida, le arreglamos un trabajo para ella, sesiones de consejo, cuidado médico y asistencia legal. Un día se fue donde un sacerdote amigo nuestro cercano, llorando que la habíamos botado sin aviso, y que nunca habíamos hecho nada para ayudarla.
Recuerdo a Vinny, que se fugó de nuestra casa de juventud llevándose todos nuestros valiosos aparatos eléctricos. El asiento delante mío se nubló.
“Reinhart,” le dije “yo pienso que mi idealismo se esfumó en mi primer mes de trabajo.”
El prácticamente se atoró con el café. Reinhart podría dejar de lado momentáneamente mi idealismo, pero la posibilidad de otra fuerza de sostén cautivó su atención.
“¿De manera que, que más hay?” él me exigió, y sus ojos se volvieron repentinamente intensos.
“Absolutamente nada.” Las palabras salieron duramente, pero yo lo supe en ese momento de resignación y alivio tan fino y puro como el agua fría. En el reconocimiento que mi trémula fortaleza de idealismo ahora quedaba en ruinas, finalmente me permití encontrar mi vulnerabilidad. “Yo se que no debería acercarme a aquellos que quiero salvar, disminuida, y yo me había debilitado, no más elite. Me chocó el descubrir que yo también, estaba desesperadamente necesitada, vacía, pobre. Y con la muerte de mi creencia en “La Causa,” vino la seguridad de otro tipo de estabilidad, este ya no mas ciego y cambiante, sino abierto, dolorosamente abierto, y sólido como una roca. En la herida abierta se introdujo rápidamente una cura de liberación, un nuevo perdón, una fresca capacidad de amar y ser amado en la fe, esta vez, no yo, sino con Dios como la fuente de compasión. Es una fe que todavía no poseo totalmente, pero que revolotea arriba de la mano ansiosa de mi corazón como una mariposa reluciente, y que yo se que es la verdad.
Sí, el tener la visión en nuestras mentes y en nuestros corazones de un nuevo orden social donde el amor y la justicia realmente reinen, es imperativo. Esta visión es usualmente la que nos compele a examinar nuestras vidas para que podamos vivir, trabajar y amar en una forma consistente con el reino de Dios, y puede revelarnos las formas concretas y prácticas de conversión. Pero si esa visión permanece sola en un ambiente abstracto, es inútil, y eventualmente se convierte en un obstáculo para cualquier verdadera transformación o liberación, así sea personal o social.
Es fácil enamorarse de un concepto; “humanidad,” “los pobres,” “las masas,” por que esas abstracciones contienen toda la seducción y la seguridad de una fantasía. Pero cuando encuentran el hombre concreto, el pobre concreto, su limpieza se revela como vacía, su blancura como esterilidad, y su dulzura como un perfume barato que se desvanece muy rápidamente.
Tolstoy nos cuenta de un tren cargado de agitadores comunistas en camino a un campo de trabajos forzados en Siberia. Todos ellos tienen sueños gloriosos para la creación de una sociedad nueva, donde cada uno vivirá en harmonía beatífica, justicia y paz con su vecino. Pero tan alejados están sus ideales de la suciedad, el caos y la humanidad alrededor de ellos que ellos no lo pueden traducir en una sola acción de amor. Mientras el tren traquetea a través de la noche helada, ellos rehusan hasta el contacto visual.
La desilusión inevitable que experimentamos al iniciar nuestra jornada nos deja aquí en un desolado invierno interno, pero podemos permitir que el espacio vacío provea el campo para la simiente de un amor verdadero, el “áspero y terrible amor” descrito por Dotoyevsky y Dorothy Day. Este amor es activo, con poca utilidad para sueño visionario.
Si realmente creo en la dignidad del ser humano, entonces también debo creer en la dignidad de la pordiosera con sus bolsas que espera en nuestro vestíbulo, que se queja de que no le gusta lo que le he dado para la cena, y que demanda una visita de las facilidades antes de acomodarse. Si quiero escribir sobre justicia en mi computadora, debo darme cuenta de que las camisas en mi ropero son propiedad de Sonia en el cuarto vecino.
A los sueños puramente filosóficos de amor y justicia solamente se les da significado cuando empezamos a conocer a la gente pobre como gente, y no obstáculos, u objetos sobre los que hay que actuar. Entonces, despacio tal vez, una sociedad donde el amor y la justicia pueda florecer como subproducto, pueda empezar a crecer. El teólogo cubano-americano Roberto Goizueta, ha llamado a este fenómeno el “escándalo de la particularidad,” donde solo la opción para las personas pobres, no “el pobre,” existe.
Lo particular es realmente un escándalo. “La gente se incorpora a nosotros en nuestro trabajo maravilloso,” Dorothy Day una vez dijo. “Todo suena muy maravilloso, pero la vida misma es un asunto desordenado, confuso.” Aquí nos enfrentamos a las inconveniencias, frustraciones y recompensas concretas desconocidas a los sueños. Ayudar a un niño a caminar por la primera vez, celebrar la supervivencia, en el año nuevo, de un grupo de mujeres golpeadas, apreciar el alivio de una familia inmigrante hambrienta y cansada mientras se desmayan en el sofá de la entrada después de semanas de camino, atestigua un mensaje evangélico enraizado en la sacramentalidad de la experiencia humana.
Encarados con tan cruda aflicción, debemos algunas veces abandonar todas las respuestas preconcebidas a las dificultades de las personas, incluyendo los deseos de jugar a salvador o superman, y solo dejar la pena rasgar nuestros corazones como un garfio de tala. Debemos dejarlo cortar los miembros muertos de nuestra frialdad, cinismo, y auto-dependencia y prepararnos para un nuevo crecimiento de compasión. Algunas veces todo lo que podemos hacer es sollozar en el quebranto de nuestra condición humana.
En este espíritu, aprendemos con nuestros huéspedes a acompañar a nuestro Jesús condenado de los pobres, que lloró por el mundo. Mas que hacer que nuestra falta de respuestas nos lleve a la desesperación y a la ira, solamente podemos llorar con y por Ricardo, cuyo hijo adolescente fue muerto en un tiroteo entre pandillas; por Sara, quinceañera, violada, preñada, y despedida de su hogar por sus incrédulos padres; por Lupe, con los ojos hinchados y cerrados debido al abuso del esposo, por Agustino, que tocó ayer a la puerta de la clínica, goteando sangre de sus muñecas torpemente cortadas – “yo lo hice, lo hice de nuevo” – sus ojos inmensos con el terror infantil.
Algunas noches me agarro la cabeza y me pregunto, y también a Dios, ¿que es, yo pienso, lo que estoy haciendo acá? Nosotros somos, en un sinnúmero de los ojos de nuestros críticos, un grupo tonto y ciego de idealistas, obsesionado en el trabajo de curitas. Ninguna cantidad de comida, ropa, techo, todos los “trabajos de misericordia” puede parar el flujo de gente desesperada que se amontona a nuestras puertas. Ninguna cantidad de amor, comprensión, paciencia, generosidad, puede inmunizar contra la crueldad de la naturaleza humana.
Y sin embargo, cuando siento que ya no podemos dar más, cuando quiero voltear la espalda a todo el asunto, cuando mi absoluta inhabilidad de amar me asusta, y la futilidad de la perseverancia se mofa, entonces en ese momento singular de quiebre, viene la aun pequeña voz del Cristo que ha sido escupido. Y me reprende por pensar que yo puedo hacer esto por mi misma, por esperar que puedo cambiar a las personas cuando no puedo ni cambiarme a mi misma. Me enseña mi pequeño y frío corazón que no quiero ver, y luego me ofrece la redención del Amor de Dios siempre joven, que da de si, y da, y da, y da, sin pesar los beneficios, sin considerar el mérito del recipiente, sin imponer condiciones y cálculos mundanos de resultados inmediatos. Y en esa inútil pobreza de amor ineficaz, y solamente en esa, puedo seguir.
De manera que trabajamos para nuestra liberación con temor y temblor. Y risas. Y esperanza. Y cada uno de nosotros echamos nuestro pequeño guijarro en la laguna de la humanidad, y observamos los círculos que se expanden sabiendo que en el reino boca arriba de Dio , cada trabajo por pequeño que sea, que esté echo en este amor es agraciado con significación eterna.
Hace algunos días estaba trabajando en la clínica dental ayudando en una tapadura de rutina para Julio, un adicto de crack que trabaja de noche prostituyéndose. Cuando le quité su ensamble de paciente, y le decía que habíamos terminado, el se quedó sentado en la silla. “¿Que pasa?” le pregunté. El se sacudió el trastorno y se levantó. Luego recogió su gorra de béisbol, se la colocó firmemente invertida, caminó hasta la puerta – se volvió. “Creo … pues, que nunca antes me habían tratado tan bien.”
Su sonrisa estaba torcida, y él estaba cerca de las lágrimas.
Trabajador Católico de Houston, Vol. XVIII, No. 7.