El Obispo Sevilla, Yakima, Washington, nació en San Francisco, donde dio el discurso de donde salen las siguientes citas.
El signo de los tiempos
Los desafíos que encaramos hoy día con la inmigración deben ser examinados con mayor amplitud. La comunidad católica ha sido urgida por el Concilio Vaticano Segundo en la Constitución Pastoral en la Iglesia del Mundo Moderno, por el Papa Pablo VI en los años después del concilio y aun hoy día por el Papa Juan Pablo II “a leer los signos de los tiempos.” Esto quiere decir, el comprender la historia contemporánea a la luz de los valores del Evangelio. Por la luz moral de las enseñanzas de la Iglesia acerca de la unidad de la familia humana, pero también con un ojo en las realidades globales económicas y sistemas políticos de hoy día, podemos empezar a definir el cuestionamiento de mayor justicia en contra de los cuales pudieran ser examinados los problemas de inmigración.
El comercio libre no existe
No hay comercio libre. Hay un solo comercio mas o menos manejado. Bajo los así llamados tratados de libre comercio como el Tratado de Libre Comercio de Norte América, mejor conocido como NAFTA, el comercio no carece de regulaciones sino que está regulado en forma diferente. Bajo el punto de vista de la enseñanza católica, comercio libre sin fronteras abiertas desdeña al pueblo a quien debería servir especialmente. Si no hay libre comercio o nada que se le aproxime, si solo hay comercio manejado, entonces ¿por qué no puede haber comercio manejado justamente?
Aquellos envueltos en el ajuste estructural de la economía están interesados en una forma de justicia, justicia conmutativa. Ellos demandan que los contratos sean cumplidos. Las dimensiones de la justicia que los tratados comerciales no mencionan y que los negociadores intermediarios corporativos no quieren reconocer que son problemas de justicia social distributiva. Parte de un régimen de comercio justo debería ser el establecer la costumbre de arreglos institucionales justos para el movimiento de trabajadores e inmigrantes.
La pregunta ingenua pero honesta que debemos hacernos es esta: ¿Por qué en este nuevo mundo hay un movimiento libre de bienes y capital, pero no de personas, especialmente de personas pobres? Los ricos parece que se pueden mover y establecerse donde desean.
La ética fundamental católica de migración
La doctrina social católica soporta la apertura de las fronteras para los inmigrantes económicos. En contraste a la practica y al pensamiento de los EUA, la enseñanza de la Iglesia sostiene que hay un derecho a emigrar por razones económicas. Esta enseñanza se fundamenta en lo que se llama “El propósito fundamental de los bienes creados.” En otras palabras, la doctrina social católica indica que Dios creó los bienes de la tierra para el beneficio de toda la familia humana. Por esta razón, el Segundo Concilio Vaticano afirmó que, “el derecho de compartir los bienes terrenales suficientes para uno y su familia le pertenece a todos.” Pablo VI escribió: “Todos los otros derechos cualesquiera, incluyendo los de la propiedad y libre comercio, deben ser subordinados a este principio. No estorban, sino por el contrario, favorecen su aplicación. Es una obligación social grave y urgente el redirigirlas hacia su finalidad primaria.” (Populorum Progressio, 22). El derecho a emigrar por razones económicas está enraizado en este entendimiento fundamental que la tierra pertenece primariamente a Dios. Segundo pertenece a toda la familia humana y. solo en el tercer lugar, a los propietarios, que son, propiamente hablando, administradores de la creación de Dios.
Por esta razón, PabloVI siguió hablando de las obligaciones que los países receptores tienen con relación a los emigrantes económicos. Escribiendo como si se dirigiese a los Estados Unidos de hoy día, el dijo “Es urgentemente necesario para la gente ir más allá de las mezquinas actitudes nacionalistas en su consideración y darles una carta que les asegure su derecho a emigrar, favorezca su integración, facilite su desarrollo profesional y les de acceso a vivienda decente” (Octogesima Adveniens, 17).
Mientras defiende firmemente el derecho de la gente a emigrar , la Iglesia también reconoce el derecho de las naciones a controlar sus fronteras y emitir la legislación que busque el bien común, concebido en este contexto se espera, no solo como una realidad nacional sino como una realidad internacional.
Un desorden moral
Quisiera comentar ahora en lo que encuentro que es un fenómeno inquietante en mucho de nuestro tratamiento nacional, público o privado, formal o informal, con respecto a los inmigrantes, particularmente aquella gente de color cuyo idioma nativo no es el inglés. La mayoría típicamente clasifica a estos hermanos y hermanas como consumidora de nuestras reservas públicas, amenaza a nuestros trabajos y responsabilidad para nuestro sistema educativo. Así les quitamos la dignidad humana y los rebajamos como personas.
Por muchos años antes de ser Obispo y en los años posteriores desde entonces, he servido, cuando requerido por individuos, como consejero espiritual. Uno de los roles del consejero espiritual es el de ayudar a las personas a aclarar sus luces o sombras de su experiencia religiosa.
No puedo ofrecerles un análisis político del sentimiento anti-inmigrante, pero quisiera sugerir que en la vida pública, así como en la personal, un hábito persistente de disminuir a otros, especialmente aquellos que de hecho están necesitando nuestra ayuda, indica un grave desorden espiritual. Nuestra actual animosidad nacional hacia los inmigrantes es un signo de aflicción moral y del tipo de estado de padecimiento espiritual que revela que una persona o una sociedad está siendo guiada de una condición de compromiso de vida moral y espiritual a otra que favorece la obscuridad.
Para la Iglesia, beneficio económico, poder político, y sí, aun pérdida financiera personal son bienes relativos ante Dios, que desea que la tierra provea para toda la familia humana.
Así es que mientras que la política de inmigración debe necesariamente balancear una variedad de bienes, desde el punto de vista moral el interés primario de la Iglesia es como mejor superar y defender la dignidad humana de los inmigrantes. La creación de preferencias falsas, la búsqueda de chivos expiatorios extranjeros, y el llamado a promover políticas que beneficien primariamente a las entidades transnacionales por supuestos beneficios a los nacionales son todos signos de un quiebre moral en el tratamiento y la vida pública.
En un sentido inmediato, la falla del gobierno federal de contener el flujo de inmigrantes necesitados a través de política internacional, incluyendo el desarrollo, tiene mucho que decir. Solo imagínese si hubiésemos invertido los fondos en desarrollo en vez de gastarlos en guerra en América Central.
En la misma forma, debemos reconocer que vemos en ambos al nivel estatal y nacional un abandono de responsabilidad para el bien común. En medio de una sociedad enormemente próspera, la responsabilidad para el soporte de los inmigrantes se le impone a los mismos pobres, aquellos menos capacitados de cargar con el peso completo de tal obligación. Esto también constituye el abandono de la equidad, un elemento clave del bien común.
A la luz del bien común se puede hacer caso que colocar esta responsabilidad exclusivamente en individuos y familias, especialmente pobres, es injusto. Lo que es especialmente injusto, sin embargo, es la extensión de esa responsabilidad por un largo plazo, cuando la vasta mayoría de esos inmigrantes se hayan convertidos en miembros contribuyentes de la sociedad. Pues cuando los hombres y mujeres contribuyen como asalariados y contribuyentes de impuestos a la asistencia social de la sociedad, la justicia más elemental debería hacerlos merecedores de asistencia cuando la necesitan. Es aun mayor injusticia para las familias pobres que no se pueden reunir aun cuando el que está por llegar sea un cónyuge o un niño.
Cualquier legislación que relegue la responsabilidad exclusiva para el soporte financiero de los inmigrantes en sus familias y amigos debe ser también vista a la luz de la responsabilidad primaria del gobierno como garante del bien público.
Como renuncia de responsabilidad a los inmigrantes, la así llamada reforma de la inmigración es un fracaso moral, especialmente en una sociedad poblada por los descendientes acomodados de inmigrantes, que tienen la capacidad de sostener la tradición humana de inmigración y asilo.
Si las naciones ricas fallan en ejercer sus obligaciones con el tercer mundo, entonces la legitimidad moral de sus demandas a órdenes estrechas son proporcionalmente más débiles.
Puesto que nuestra nación está a nivel más bajo de las naciones industrializadas en la proporción de su ingreso nacional que dedica al desarrollo, sus esfuerzos correspondientes para limitar a los inmigrantes el ingreso a los Estado Unidos son una falla compuesta al servicio del bien universal común. Nosotros en los Estados Unidos debemos abrir nuestros oídos a la súplica del Papa Juan Pablo II : “Un rol de liderazgo entre las naciones solo puede ser justificado por la posibilidad y el deseo de contribuir amplia y generosamente al bien común..” (Solicitudo Rei Socialis, 23).
No podemos escapar a la prueba de los Evangelios: A aquellos que se les ha dado más, de ellos se espera mas. Bienaventurados como somos, nosotros en los Estados Unidos deberíamos ser generosos ambos en nuestra asistencia al desarrollo y en la hospitalidad a los inmigrantes. Pero no demostrar generosidad en ninguna de las formas es fallar en nuestras obligaciones fundamentales de solidaridad como miembros de la familia humana.
Obligaciones para con los indocumentados
Finalmente, debemos considerar a los indocumentados. Mientras que la Iglesia debe operar dentro de la ley, como Iglesia no puede suspender su ministerio de todos los que acuden al cuidado pastoral o negar caridad a aquellos en necesidad. Una determinación a servir a todos en la necesidad es concretamente lo que queremos decir cuando decimos que la Iglesia tiene “una opción fundamental por los pobres.” La moralidad cristiana da un peso especial a los reclamos de los pobres y los marginados, dentro de los cuales contamos con los inmigrantes indocumentados.
En ese sentido, la distinción entre inmigrantes documentados e indocumentados no es un concepto de importancia primaria para la Iglesia misma. La ley fundamental para nosotros en este asunto es Mateo 25. “Yo era un extraño y me amparaste.” Para la Iglesia como Iglesia el extraño es Cristo tocando a nuestra puerta. Para ponerlo en términos seculares, aun cuando las gentes sean inmigrantes indocumentados hay una “zona humanitaria” en los que sus derechos humanos deben ser mantenidos y sus necesidades básicas aprovisionadas.
Históricamente la inmigración ha sido una parte considerable de historia de inmigración ilegal. La inmigración indocumentada permanece en una realidad continuada, e históricamente enseña a esperar que sea un problema social continuado. Entre Iglesia y Estado, ha habido tradicionalmente “artículos de paz” sobre el cuidado de los indocumentados. Yo espero con todo mi corazón que en el presente clima esos artículos de paz sean renovados para que en la zona humanitaria las necesidades básicas y los derechos fundamentales de los pobres aspirantes encuentren protección.
La doctrina católica sobre inmigración es una enseñanza dura
La enseñanza Católica en inmigración es una lección dura. Es una enseñanza en tensión con las realidades de la política internacional y aun más con el clima político contemporáneo de los Estados Unidos. Pero es una enseñanza que descansa en verdades de roca viva: 1) la unidad de la familia humana bajo Dios; 2) los bienes de la tierra como patrimonio de toda la familia humana; 3) el bien universal común como responsabilidad de todos los gobiernos y toda la gente, y 4) los deberes de solidaridad para ver que toda la gente tenga igual empleo y protección por sus derechos fundamentales.
Estos principios pueden parecer utopías a algunos. Pero en esta edad de la globalización y la novedad tecnológica, no pasará mucho antes de que sean verdades evidentes a todo el mundo. Pero no podemos dejarlo al tiempo y al mercado para ver que los trabajadores y los pobres aspirantes puedan unirse a la marcha de la seguridad económica. Estamos bajo la obligación para ver que ellos tengan la oportunidad de compartir en la seguridad de la porción justa de la abundancia que la tierra debe proveer. Mientras que debemos cuidar de los inmigrantes entre nosotros y levantar las cargas excesivas que les habremos puesto, Yo diría al concluir que la forma más segura de cumplir con nuestras obligaciones morales para con los pobres del mundo es trabajar para liberar al movimiento de las personas así como las empresas trabajan por el mercado libre.
Trabajador Católico de Houston, Vol. XVIII, No. 5, septiembre-octubre 1998.