Daniel Ortiz, un graduado de la Universidad de Notre Dame, ha pasado un año en Casa Juan Diego viviendo y trabajando con los pobres.
Acababa de terminar de arreglar la comida que habíamos recolectado en el Banco de Comida cuando Balmori y Gregorio llegaron. Sus ropas estaban sucias, su pelo lleno de polvo y sus rostros estaban cansados. Nos saludamos con el tradicional ‘Qué onda’ y luego la cara de Gregorio se transformó, de su apariencia usualmente alegre, en seria. Me dijo,
“Necesito pedirte un gran favor. Acabamos de trabajar por cinco horas y no nos pagaron.” Los hombres de Casa Juan Diego son estafados regularmente de cinco horas a cinco dias de trabajo por los varios contratistas de trabajadores. Desafortunadamente esta historia es única solo en la forma en que fui tratado.
Tomé un cuaderno y una pluma para apuntar la información y los tres fuimos al lugar del trabajo. En el camino me contaron que habían pasado esa mañana quebrando el cemento de una entrada para autos con una perforadora de cemento. A mediodía preguntaron si tendrían tiempo para comer. El contratista gruñió, “Allí está su almuerzo!” señalando al
concreto quebrado. “Si no regresan a trabajar recibirán tres dólares por hora en lugar de cinco.” Imagínense a la persona con quién yo tenía que enfrentarme.
Sin embargo, Balmori y Gregorio no habían terminado con su historia. Me confesaron que habían recibido algo de pago después de todo. Esta persona, a quién me esfuerzo por no juzgar, forzó sobres sellados en sus manos mientras los empujaba fuera del camión. Pensando que les estaban pagando, aceptaron los sobres y bajaron del camión. Dentro del sobre había otro sobre sellado y dentro de éste un billete de un dólar. Esto equivalía a veinte centavos la hora!
Cuando llegamos a la casa nuestro hombre no estaba, pero otros cuatro trabajadores nos dijeron que el dueño de la casa estaba dentro. Llegamos a la puerta y explicamos la situación al propietario, quién era un viejito que nos explicó que él había trabajado por $.75 centavos la hora cuando recién se casó y que el no podía ayudarnos a pesar de que su hermosa nueva entrada se estaba construyendo con labor de esclavitud. Por suerte no nos botó de su propiedad.
Unos minutos después llegó nuestro hombre. Me presenté a él y le pregunté si tenía intención de pagar a los hombres. Me asombró con su franca y desagradable respuesta. Esperaba que me dijera la acostumbrada mentira, que era un error o un desafortunado mal entendido, pero él gritó: “NO!.” Respuesta que me dejó muy sorprendido. Le expliquÄ que la labor de esclavitud es contra la ley del estado de Texas y que él tenía que pagar a los trabajadores. El sólo nos gritó que saliéramos del lugar.
Pensé hablar de nuevo con el propietario de la casa y me dirijí hacia la puerta y nuestro hombre me siguió de muy cerca. Cuando soné al timbre él cambió de parecer y decidió pagar, pero no el pago completo. Permanecí en la puerta y él se puso furioso. Me lanzó palabras que no son propias de ponerlas en un periódico católico. Luego con sus músculos tensos levantó sus manos, preparándose para pelear, y se me acercó diciéndome lo que iba a hacerle a mi pequeño cuerpo.
Miles de pensamientos pasaron por mi mente pero, el más extraño de todos fue: “¿Qué hace exactamente un pacifista en estas circunstancias?” La respuesta que me llegó fue de sonar de nuevo a la puerta y recordarle a nuestro hombre que el propietario abriría pronto la puerta y que no sería una ventaja para él de pegarme delante del hombre que le estaba
pagando. Al mismo tiempo, dos de mis mejores amigos de Casa Juan Diego, Balmori y Gregorio, se acercaron con los puños cerrados y con una mirada que no había visto nunca antes. Nuestro hombre decidió cambiar de actitud. No sé si debió a mi diplomacia o a la mirada terrible de mis dos amigos.
Su voz cambió, la tensión de su cuerpo disminuyó y dijo: “Bueno, les pagaré pero no tengo el dinero. Vengan conmigo en mi camión e iremos a recoger el dinero. No quiero mas problemas.”
De pronto me acordé de algo que había gruñido sobre un machete y, por supuesto, la nueva ley sobre las armas. Cordialmente decliné su invitación. Le dije que él podía ir a recoger el dinero y que nosotros lo estaramos esperando en el lugar del trabajo.
Después de una eternidad el viejito abrió la puerta y nos hizo perder nuestras últimas esperanzas. “Esto es entre ustedes y el señor, (dijo). Yo no tengo nada que ver en esto”. Nos regresamos a nuestro camión y al pasar cerca de los otros trabajadores les deseamos buena suerte al recibir sus pagos ya que nosotros no habíamos tenido éxito. Se alarmaron y me preguntaron lo que deberían hacer.
Debo confesar que lo que deseaba de todo corazón era que ellos se vinieran conmigo y dejaran, a este hombre, con un enorme trabajo de limpieza. Yo les dije: “Vieron el trabajo que sus amigos hicieron y no recibieron nada. Si ustedes piensan que él les va a pagar, quédense, si no yo los llevo de regreso ahora. Hagan lo que quieran.” Todos, menos uno, se vinieron conmigo.
Más tarde en la semana hablamos con un abogado. El prometió ayudarnos, pero, aparentemente, es muy dificil obtener el dinero de estas gentes y no se arregló nada.
Thom Marshall escribió un artículo en el Houston Chronicle acerca de este problema y mucha gente generosa envió dinero para pagar a estos trabajadores.
¿Existe una solución para este desagradable problema? Sin duda hay bastantes personas generosas que están dispuestas a cubrir los sueldos robados y, cuando estas personas respondieron al artículo del Señor Marshall, nosotros nos sentimos muy agradecidos. Desafortunadamente esto no resuelve el problema ni tampoco hace nada por las personas que a diario envían a Cristo a su casa después de un día de arduo trabajo sin nada más que hambre y una espalda lastimada. Sugiero algo más activo como rezar.
Algunos pecados claman al Cielo por venganza.
Trabajador Católico de Houston, Vol. XVII, No. 2, marzo-abril 1997.