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¿QUIENES SON LOS RESPONSABLES? LAS VIDAS PERDIDAS

Eran las 5:00 a.m. cuando salieron de sus casas un día 17 de septiembre de 1995, entre la euforia y la tristeza, aquellas seis personas. Entre ellos eran cuatro hombres y dos mujeres quienes se despidieron de sus familias con sus más visibles sentimientos a flor de piel.

Ana y María, acompañadas por sus respectivos esposos, eran las que más lloraban al abrazar y besar a sus hijos, a quienes dejaban al cuidado de sus padres con la esperanza de que todo iba a salir bien.

María nuevamente abrazó a su hijo “Juanito” de siete años. Le prometió regresar muy pronto y le aseguró que al llegar a Estados Unidos le enviaría juguetes y dinero. Debería ser obediente con sus abuelos porque no quería saber nada malo de él.

Ana alternativamente besó a su niñita de escasos tres años. No pudo decir nada, sus lágrimas no se le permitieron. Simplemente dio la vuelta, tomó de la mano a su esposo Manuel, y le dijo, “Vámonos ya que tus amigos nos esperan en la estación de autobuses.”

Salieron de aquella casa con el alma deshecha. Aquella hermosa niña, presintiendo la partida de sus padres, soltó su llanto diciendo: “Papito, Mamita, no se vayan, los quiero.” Su abuelita también lloraba con ella.

Cuando llegaron a la estación de autobuses ya esperaban por las dos parejas aquellas, dos amigos, Francisco y José. Los seis comenzarían un viaje de plena incertidumbre e incógnitos.

Ellos sabían que Honduras era un país muy bonito pero con una paz relativa. El problema económico era la gran preocupación de la mayoría ya que un 80% de la población era campesina y con un alto grado de analfabetismo.

El salario diario de un campesino en aquel país es de 20 lempiras o sea dos dólares, aparte de que los jornaleros no encuentran trabajo todos los días. Lógicamente de esta manera no alcanza dicha cantidad para sufragar los gastos de un hogar donde el número de hijos en término promedio son seis por familia y a los niños a temprana edad (seis años) sus padres los envían a trabajar para que puedan aportar algo para el sostenimiento de la casa. Es por esa razón que generalmente no pueden ir a la escuela.

Prefieren comer tortillas y frijoles y no ir a un centro de enseñanza donde muchos niños se desmayan por no haber tomado ni tan siquiera una taza de café por la mañana (no hay dinero para leche).

Sus pensamientos giraban en torno a muchas cosas y así llegaron a la frontera de Honduras con Guatemala. Ahí les extendieron un permiso provisional para que pudieran estar durante quince días en aquel país cuna del Quetzal. En el transcurso del viaje de Esquipulas a la capital guatemalteca los cuatro amigos conversaban amenamente excepto Ana y María que se les veía tristes y de vez en cuando lágrimas brotaban de sus ojos. No era fácil para ellas haber dejado a sus hijos a cambio del comunmente llamado “Sueño Americano,” producto de la pobreza.

Manuel se dio cuenta por medio de su Tío Rigoberto, esposo de María, que Guatemala es un país mayormente indígena con 9 millones y medio de guatemaltecos de los cuales casi 6 millones son indígenas, el 85% de la población son campesinos y viven en extrema pobreza en la región del Quiché.

Desde 1986 los voceros repiten y las sociedades de derechos humanos denuncian que la mayor parte de países Centroamericanos se encuentran en el límite de sus fuerzas.

Un millón de desplazados internos guatemaltecos deambulan con un éxodo interminable con su metate a cuestas. Todos son candidatos en potencia para viajar a este país del norte, concluyó diciendo Rigoberto.

En dos días de viajar llegaron a la frontera La Mesilla entre Guatemala y México. Era casi de noche. Ahí se hospedaron en un hotel y saldrían al día siguiente en la madrugada pero antes pedirían consejo en la forma más segura para así pasar la guardia de migración sin ser vistos.

Al siguiente día salieron del hotel a las 4:00 de la mañana. Caminaron muchísimo rumbo a un pueblito mexicano llamado Chicomuselo. Pero en su camino encontraron un río y confiados se quitaron sus zapatos para cruzarlo. Fue ahí de entre el matorral que salieron cinco hombres armados haciendo grotescas amenazas a sus víctimas.

En primer lugar los despojaron de todo su dinero. Uno de ellos le dijo a María que se quitara toda su ropa y ella contestó que no porque ya no traía más dinero. Aquel hombre se lanzó sobre ella como una fiera salvaje y le desgarró sus ropas anhelando saciar sus bajos instintos.

Viendo Rigoberto que su esposa estaba siendo ultrajada, se lanzó sobre el malhechor pero otro de ellos le descargó dos disparos en la cabeza, cayendo aquel pobre hombre muerto sobre el agua.

Ana también estaba pasando por la misma situación de María. Su esposo Manuel no quiso ser una víctima más de aquellos asaltantes y emprendió su huida junto con Francisco y José.

Dos de aquellos hombres endemoniados empezaron a dispararnos, nos cuenta Manuel, y por la espalda le metieron un balazo a mi amigo José.  Solamente lo ví caer en medio del río, pero algo me decía que siguiera corriendo. Así lo hice. De otra manera no estuviera contando mi desgracia que a causa de eso tengo frecuentes pesadillas al dormir y veo a mi esposa llamarme pidiendo mi ayuda.

Mire, mi hermano, siguió relatando Manuel, aun escuchó las risas de placer de aquellos hombres salvajes al darse cuenta que se quedaban solos con nuestras esposas y creo que fui un completo cobarde al correr y abandonarlas.

Hasta la fecha, nos dice, no sabe nada de ellas, ¡ay de mí, cuando mi hijita me pregunte ¿dónde está su Mamy?!

Amigo lector, esta catastrofe familiar les ha pasado a muchos al pasar las fronteras en busca de un destino mejor, son muy pocas las personas que no han tenido serias problemas en el camino. Pero la mayor parte de nuestros huéspedes de Casa Juan Diego podrían escribir una novela sobre sus aventuras.

Cada míercoles celebramos misa en la casa y personas voluntarias se ofrecen para contar su historia y ahí frente a todos hemos visto a los hombres llorar.

Son cientos de crímenes que han quedado impunes sin tener las autoridades mexicanas el más mínimo interés en investigar o buscar una solución a esta ola de asesinatos.

Nadie se hace responsable de esta situación que cada día se pone peor por la crisis económica de México y el tremendo éxodo de personas de Centro y Sur América hacia el norte.

¿Cuántos niños inocentes se han quedado esperando un juguete de sus padres o ansiando verlo entrar por la puerta de su casa un día? Nadie les dirá que sus vidas han sido perdidas.

B.J.H.

Trabajador Católico de Houston, Vol. XVI, No. 3, mayo-junio 1996.