Las terribles condiciones que existían en los tiempos cuando San Francisco vivía eran bien conocidas.
Aunque la fe católica aún existía en los corazones del hombre, la caridad de Cristo se había vuelto tan débil en la sociedad humana que parecía ser extinta. Sin mencionar nada de la constante guerra sostenida por los partidarios del Imperio, de un lado, y por aquellos de la Iglesia por otro lado, las ciudades de Italia estaban desgarradas por guerras a muerte porque un partido deseaba reinar, rehusándose a reconocer los derechos de los barones a gobernar, o porque los fuertes deseaban forzar a los débiles a someterse a ellos, o en las luchas por la supremacía entre partidos políticos en la misma ciudad. Horribles matanzas, incendios, devastación y saqueo, exilio, confiscaciones de propiedades y fincas fueron los frutos amargos de estas guerras.
Gente de paz era hostigada y oprimida con impunidad por los poderosos. Aquellos que no pertenecían a la más desfortunada clase de seres humanos, el proletariado, se permitieron ser vencidos por el egoísmo y avaricia por posesiones y eran llevados por una insaciable deseo por riquezas. Estos hombres, a pesar de las leyes que habían sido promulgadas en muchos lugares contra el vicio, jactanciosamente lucían sus riquezas en desenfrenadas orgías de ropa, banquetes, y toda clase de fiestas. Veían la pobreza y los pobres como algo vil. Aborrecían desde lo más profundo de sus almas a los leprosos y desatendían completamente a estos desechados completamente en su secregación de la sociedad. Lo que era peor, la avaricia por riquezas y placer tampoco estaba ausente, aunque muchos del clero deben ser ensalzados por la austeridad en sus vidas, de aquellos que habían de haberse más escrupulosamente cuidado de tal pecado.
Para iluminar a la gente de este mundo que ya hemos describido, y para guiarlos de nuevo a los ideales puros del Evangelio, apareció, por la Providencia de Dios, San Francisco de Asís.
En un viaje a Puglia en una misión militar, Francisco se sintió ordenado por Dios en términos inequívocos que regresara a Asís y conociera allí lo que debía de hacer. Después de mucho titubear y muchas dudas, por medio de divina inspiración y habiendo oído en una Misa solemne el pasaje de los Evangelios que habla de la vida apostólica, él comprendió por fin que él, también, debería vivir y servir a Cristo según las palabras de los Santos Evangelios. Desde ese tiempo en adelante él se dedicó a unirse solamente a Cristo y convertirse como El en todas las cosas.
Veamos ahora con que ejercicio de perfecta virtud Francisco se preparó a si mismo para seguir los consejos de divina misericordia y para convertirse en un instrumento capaz para la reformación de la sociedad.
No es difícil imaginar el amor de la pobreza evangélica que ardía dentro de él. Todos saben como él quería ser amigo de los pobres, y como él estaba tan lleno de bondad que siendo “no simplemente escuchador del Evangelio” el había decidido nunca negar socorro a los pobres.
En una ocasión él estaba con un grupo de hombres jovenes, cantando en las calles después de un banquete, se detuvo de repente y, como si se habiese elevado fuera de si mismo por una hermosa visión, se volvió a sus compañeros que le habían preguntado si pensaba casarse y respondió rapidamente, con algún fervor, que lo habían adivinado bien porque pensaba tomar una esposa, y ninguna más noble, más rica, más hermosa de lo que pudiera encontrar, significando por estas palabras Pobreza o el estado religioso que está fundado en la profesión de probreza. De hecho, él había aprendido de Nuestro Señor Jesucristo quien, “aunque El era rico se hizo pobre por nosotros (II Corintios 8:9) que nosotros también nos debíamos hacer ricos por su pobreza, la cual es, en verdad, divina sabiduría. Porque Cristo ha dicho: “Bienaventurados son los pobres en espíritu; y si tú quieres ser perfecto, ve, vende lo que tú tienes, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y siguéme” (Mateo 5:3 y 19:21).
La pobreza, que consiste en renunciación voluntaria de toda posesión por razones de amor y a través de divina inspiración y la cual es muy opuesta a la forzada y mal querida pobreza predicada por algunos filósofos antiguos, fue acogida por Francisco con tanto afecto que la llamaba en calurosos acentos, Señora, Madre, Esposa.
Frecuentemente cuando pensaba de estas cosas, San Francisco se emocionaba y lloraba amargamente.
Francisco se creía él mismo el más grande de los pecadores. Estaba acostumbrado a decir que si la misericordia que Dios le mostraba se le hubiese dado Dios a cualquier otro pecador, este hubiera sido diez veces más santo que él, y que a Dios solamente se le debía atribuir cualquier cosa que se hallase en él de bondad y hermosura, porque solamente de Dios le venía. Por esta razón él trataba en toda manera posible de esconder aquellos privilegios y gracias, especialmente la estigma de Nuestro Señor imprimida en su cuerpo, la cual hubiese ganado para él la estimación y alabanza de los hombres. Finalmente, ¿que debemos decir acerca del hecho que él pensaba tan humildemente de si mismo que no se consideraba digno se ser ordenado como un sacerdote?
¿Que maldad hacen y que tan retirados de una verdadera apreciación del hombre de Asís están aquellos que, para apoyar sus fantásticas y erroneas ideas acerca de él, imaginan una cosa tan increíble como que San Francisco no aceptaba las dogmas de la fe! Como un hombre que era realmente católico y apostólico, él insistía sobre todas las cosas en sus sermones que la fe de la Santa Iglesia Romana debería siempre ser conservada e inviolablemente, y que los sacerdotes que por su ministerio dan vida al sublime Sacramento del Señor, deben por eso ser respetados con la más alta reverencia.
Debemos hablar también de su castidad de alma y cuerpo que él conservó y defendío aun hasta el punto de macerar su propio cuerpo. Cuando él era joven, aunque era la moda, él aborrecía todo lo pecaminoso, aun en palabra. Cuando más tarde él hizo a un lado los placeres vanos de este mundo, él empezó a reprimir las demandas de sus sentidos con gran severidad. Así que cuando se encontraba conmovido o era probable de ser influenciado por sentimientos sensuales, él no se detenía en tirarse entre un arbusto de espinas o, en lo más profundo del invierno, en tirarse a las aguas heladas de un arroyo.
Es también conocido que nuestro Santo, deseando llamar a regresar a los hombres para que ajustaran sus vidas a las enseñanzas del Evangelio, los incudía para amar y temer a Dios y hacer penitencia por sus pecados. Además, él predicaba e invitaba a todos a hacer penitencia por su propio ejemplo. Usaba una camisa de tull, iba vestido en una túnica pobre y burda, andaba descalzo, dormía descansando su cabeza en una piedra o el tronco de un arbol, comía tan poco que apenas era suficiente para no morirse de hambre. Hasta revolvía cenizas en el agua con su comida para destruir su sabor. Pasaba la mayor parte del año en abstinencia.
¿Existe alguién que no pueda ver que todas estas virtudes procedían de la única y misma fuente de divino amor? En verdad, él ardía siempre con divino amor y deseaba hacer obras de gran heroísmo. Este amor de Dios el derramaba en amor por su prójimo, conquistándose a si mismo, amaba con una especial ternura a los pobres, los más miserables de todos, los leprosos, los cuales él, cuando joven, tanto aborrecía, él mismo y sus discípulos se dedicaban completamente a su cuidado y servicio. El también deseaba que un amor fraternal igual al suyo reinara entre sus discípulos.
Muchos infectados por el falso espíritu de secularismo habitualmente tratan de descreditar nuestros santos héroes de la luz verdadera y gloria de su santidad. Estos escritores perciben a los santos como simplemente modelos de excelencia humana o como profesores de un espiritu vacío de religión, alabándolos y magnificándolos exclusivamente por lo que han hecho por el progreso de las artes y ciencias, o porque ciertas obras de misericordia se han hecho por ellos. Nosotros no cesamos de pensar como una admiración por esta clase de San Francisco, tan falsa o aun que se contradice, puede en alguna manera ayudar a sus admiradores modernos que dedican sus vidas en busca de riquezas y placer o que vestidos con elegancia frecuentan lugares públicos, bailes y teatros, o que se revuelcan en el mismo lodo de voluptuosidad, que rechazan y hacen a un lado las leyes de Cristo y su Iglesia.
Francisco, ya sea por su propio apostolado o por el de sus discípulos y por la institución de la Tercer Orden, sentó la fundación de una nueva orden social basada en lineas en estricta conformidad con el mismo espíritu del Evangelio. No le llamaremos simplemente una hermandad conviviente, basada en la práctica de perfección cristiana, sino un escudo de los derechos de los pobres y débiles contra las humillaciones de los ricos y los poderosos, y todo esto sin prejuicio al buen orden y justicia.
Los Terciarios ya no eran llamados a tomar solemne juramento de vasallos, ni tampoco eran conscriptos para el servicio militar. No tenían que ir a la guerra o tomar armas, porque en esto la Regla del Tercer Orden se oponía a la ley feudal, y por ser miembros de la orden obtenían una libertad que de otra manera era imposible bajo las condiciones de servitud bajo las cuales vivían.
De este origen, entonces, brotó el profundo impulso hacia una reforma salvadora de la sociedad humana, hacia aqella vasta expansión y crecimiento entre naciones cristianas que tuvo su principio en la nueva orden de la cual Francisco era el padre y el maestro.
Desde nuestros primerso años nosotros hemos con gran devoción venerado a San Francisco como nuestro patrono. Nos hemos numerado nosotros mismos, también entre sus hijos, habiendo recibido el distintivo de la Tercer Orden.
Otorgado en Roma, en San Pedro, el día treinta de Abril del año 1926, el quinto de nuestro pontificado.
Trabajador Católico de Houston Vol. XV, No. 6, sept.-oct. 1995 (Tomado de la EncíclicaRite Expiatis).