por Carlos Diaz
Quien vuelve de un viaje largo y difícil busca a alguien que lo espere en la estación o en el aeropuerto. Todos quieren contar su historia y compartir momentos de pena y de gozo con alguien que les espere a su vuelta. Un hombre puede mantener su salud mental y seguir vivo cuando hay al menos una persona que le espera. Una madre moribunda puede seguir con vida para ver a su hijo antes de dejar de luchar. Un soldado puede impedir su desintegración mental y física cuando sabe que sus hijos y su esposa le esperan. Pero cuando nada ni nadie espera, no hay posibilidad de sobrevivir. Lo que ocurre es que muchos pacientes han sido engañados con cuentos sobre su recuperación y con una vida mejor después de ella, aunque pocas de esas personas que trataban de consolar así al enfermo creían en sus propias palabras. ¿Qué sentido tiene hablar sobre la espera del día de mañana cuando esas palabras, muy probablemente, van a ser las últimas dirigidas a un enfermo? ¿Cómo un hombre que parece gozar de buena salud, inteligente, puede mostrarse a sí mismo y hacerse realmente presente a un hombre en el cual las fuerzas de la muerte están muy vivas? ¿Qué puede significar para un moribundo ver frente a él a un hombre para el que la vida apenas ha empezado? Parece más bien una tortura psicológica que un joven le recuerda a un moribundo que su vida podría haber sido mejor, cuando ahora ya es demasiado tarde para cambiar.
Ahora bien, ¿qué significa el tiempo cuando dos personas se han hecho presentes la una a la otra? Cuando dos personas se han hecho presentes la una a la otra, la espera de una debe ser capaz de cruzar la estrecha frontera que separa la vida de una y la muerte de otra. Y esa capacidad no se basa en la vuelta a la vida diaria, que para el moribundo terminal resulta imposible, sino en la participación en la experiencia de la muerte que pertenece al núcleo de la realidad del ser humano. Te esperaré significa mucho más que “si te sale bien la operación, aquí estaré yo contigo de nuevo”. No habrá ningún sí condicional. “Te esperaré” va más allá de la muerte; la fe y la esperanza pueden pasar, pero el amor permanecerá para siempre. “Te esperaré” transmite la solidaridad contra las cadenas de la muerte. Más bien son dos personas que despiertan una en la otra la intuición humana más profunda: que la vida es eterna y que no puede convertirse en un hecho inútil por un proceso biológico.
El principio y el final de toda compasión es dar la vida por el tú. Eso empieza por el deseo de llorar con los que lloran, reír con los que ríen y convertir las propias experiencias, penosas o gozosas, en fuentes de com-pasión. ¿Quién puede salvar a un niño de una casa en llamas sin ponerse en peligro de ser abrasado por ellas? ¿Quién escuchar una historia de soledad y desesperación sin arriesgarse a experimentar penas semejantes en su propio corazón? Grande pero falsa ilusión es aquella que piensa que alguien puede ser sacado del desierto por quien nunca estuvo en él. La preocupación personal convierte al tú en el único que cuenta en un momento dado, el único por el que quiero olvidar todo el resto de mis obligaciones, aunque sean muchas, todos los compromisos programados en mi agenda, no porque no sean importantes, sino porque pierden su urgencia frente a la agonía del tú. Para un hombre con fe arraigada en el valor y sentido de la vida, toda experiencia trae consigo una nueva promesa, todo encuentro acarrea una nueva perspectiva y todo suceso ofrece un nuevo mensaje. Pero esas promesas, per-spectivas y mensajes tienen que ser descubiertos y hechos visibles. El sanador no lo es porque anuncie una nueva idea e intente convencer a los demás de su valor, sino porque encara el mundo con ojos llenos de expectación, con la habilidad para arrancar el velo que cubre todas las potencialidades escondidas.
La esperanza es la motivación más profunda a la hora de abrir el futuro, pues hace posible mirar más allá del cumplimiento de lo urgente y apremiante. Pero la fuerza de la esperanza no se basa en una confianza derivada de la propia personalidad, ni tampoco en una expectación concreta para el futuro, sino en la promesa que se le ha dado. Sin esta esperanza, jamás seremos plenamente capaces de ver valor o significado alguno en el encuentro con un ser en decadencia ni de sentirnos preocupados por él. Todo intento de amarrar esta esperanza a síntomas visibles en nuestro entorno se convierte en tentación cuando, apegados a lo que tenemos, nos impide entrar en un territorio desconocido, que a veces nos llena de terror. Indicaciones tales como “no os preocupéis, porque yo sufro la misma depresión, confusión y ansiedad que vosotros”, no ayudan a nadie. Este exhibicionismo espiritual de las heridas abiertas huelen mal y no curan. Hacer de las propias heridas una fuente de curación es una llamada a compartir los dolores ajenos con un constante deseo de ver el sufrimiento de uno mismo como surgiendo del fondo de la condición humana que todos compartimos.
La hospitalidad es la virtud que nos permite romper la estrechez de nuestros miedos y abrir nuestras casas al extraño con la intuición de que la salvación nos llega. La hospitalidad convierte a los débiles en testigos fuertes, a quienes sospechan de todo en donantes generosos, y a los fanáticos de mentes cerradas en receptores de nuevas ideas y perspectivas. Vivimos en un desierto con muchos viajeros solitarios que buscan un momento de paz, una bebida refrescante y una señal de ánimo para poder continuar luego su misteriosa búsqueda de la libertad. ¿Qué exige la hospitalidad para convertirse en poder curativo? Que el hospedado se sienta en su propio hogar, un lugar libre y sin miedo. La hospitalidad es la habilidad para atender al huésped, algo muy difícil si nuestro propio estrés nos impide distan-ciarnos de nosotros mismos. “Sí… pero hay tantos problemas …”. ¿Problemas de quién? Quizá los míos propios.
Muchos activismos espec-taculares vienen en gran parte motivados por el miedo de lo que pudiéramos descubrir cuando uno se queda en silencio. La interiorización, que lleva a la meditación y a la contemplación, es la condición previa, necesaria, para llegar a la verdadera hospitalidad. Si nuestras almas están intranquilas y a menudo conflictivas, ¿cómo crear un espacio donde alguien diferente a nosotros pueda entrar libremente sin sentirse un intruso? Para-dójicamente, retirándonos al interior de nosotros mismos, no por autocompasión, creamos el espacio para que el otro sea él mismo y para que pueda interpelarnos desde su propia realidad; para que se abra y hable se requiere que el consejero se retire. Debo retirarme para hacer un espacio al otro. Este retiro, más que salir al encuentro del otro, es un intenso acto de interiorización, un modelo que puede ser encontrado en la doctrina mística judía del tsimtsum. Dios, como omnipresente y omnipotente, estaba en todas partes llenando el universo con su ser.
¿Cómo podía entonces darse la creación? Tuvo que crear retirándose Él mismo interiorizándose en sí mismo. En el nivel humano, el retiro hacia mí mismo ayuda al otro. La retirada del hombre hacia su soledad interior es un proceso doloroso porque nos fuerza a enfrentarnos directamente a nuestra propia condición en toda su belleza tanto como en toda su miseria. Esta experiencia nos dice que podemos porque nuestra vida es un don, y liberar a los demás porque hemos sido liberados por aquel cuyo corazón es más grande que el nuestro. Cuando hemos encontrado los pivotes en los que anclar nuestras vidas, hemos alcanzado la libertad que nos va a permitir dejar que los demás, sin miedo alguno, bailen su propio baile, canten su propia canción y hablen su propio lenguaje. Entonces, nuestra presencia ya no es amenazante sino acogedora y liberadora.
Un terapeuta no es alguien cuya primera misión es quitar el dolor, sino más bien alguien que profundiza en el dolor hasta un nivel en el que pueda ser compartido. Cuando alguien llega al terapeuta con su soledad, lo que puede esperar es que su soledad va a ser comprendida y sentida, de tal manera que ya no tiene por qué correr para liberarse de ella. Quizá la tarea principal del terapeuta sea alertar a las personas para que no sufran por motivos equivocados, por las falsas suposiciones (el sufrimiento o la soledad, la confusión o la duda) en que han basado sus vidas. Es un servicio que enfrenta a las personas con otras realidades manteniéndolos atentos al hecho de que son seres mortales y rotos, pero también al hecho de que con el reconocimiento de esta condición empieza su liberación. Ningún terapeuta puede salvar a nadie. Solamente puede ofrecerse él mismo como guía de las personas temerosas. Esto es así, porque un sufrimiento compartido deja de ser paralizante. Cuando nos hacemos conscientes de que no tenemos que escapar a nuestros sufrimientos, sino que al ponerlos en movimiento, unidos a nosotros, en la búsqueda común de la vida, esos sufrimientos reales se transforman de expresiones de total desilusión y desanimo en signos de esperanza. Gracias a esta búsqueda común, la hospitalidad se convierte en una comunidad cuando nos lleva mucho más allá de nuestros límites. Y no porque cure, sino porque heridas y dolores se convierten en puertas y espacios abiertos a una nueva visión. Así, la reciprocidad se convierte en mutua profundización de la esperanza, y la debilidad en algo que nos recuerda personal y comunitariamente la fuerza que vamos a recibir.
La hospitalidad que genera conversión es el equivalente individual de la revolución y por eso llama a desen-mascarar lo ilusorio y vacío. Misticismo y revolución son dos aspectos del mismo empeño de intentar un cambio radical. No hay místico que no sea un crítico social, porque en la autorreflexión descubrirá las raíces de la enfermedad social. De manera semejante, ningún revolucionario podrá eludir enfrentarse a su propia condición mística, ya que en medio de la lucha por un mundo nuevo, encontrará que también está luchando contra sus propios miedos reaccionarios y sus falsas ambiciones. El místico, como el revolucionario, deben cortar todos los amarres con las necesidades que les hacen sentirse seguros de sí mismos gozando de una existencia protegida, y enfrentarse sin miedo a las miserias de sí mismos y del mundo. Esta visión puede ofrecer una distancia creativa, y ayudarnos a trascender los muros que nos encierran y causan miles de problemas.
La conversión, lo mismo que la revolución, extrae su poder de la fuente que está más allá de las limitaciones de nuestra condición de criaturas. Cambiar el corazón humano y cambiar la sociedad no son tareas separadas sino que están interconectadas. No “allá arriba”, o en un lugar secreto, sino totalmente expuesto a las miradas de los demás. Por la compasión es posible reconocer que el ansia de amor que siente el ser humano reside también en su propio corazón, sin olvidar que la crueldad que el mundo nos hace tan patente está arraigada en nuestros propios impulsos. Llevados por la compasión, también vivimos en los ojos de nuestros amigos la esperanza de ser perdonados así como nuestro odio en sus bocas amargas. Cuando matan, sabemos que también nosotros podríamos hacerlo; cuando dan la vida, nos hacemos conscientes de que nosotros podemos hacer lo mismo. Para un hombre compasivo, nada humano le resulta ajeno: ni el gozo, ni la pena, ninguna forma de vida o de muerte.
Esta compasión no tolera las presiones del grupo sino que rompe las barreras arrojando de nosotros lo que el miedo impone. Por eso la compasión nos proporciona la posibilidad de perdonar, algo que sólo es real cuando lo otorga quien ha descubierto la debilidad de sus amigos y los pecados de sus enemigos en su propio corazón y desea conceder el nombre de hermano a todo ser humano. La persona compasiva, es decir, la que apunta hacia la posibilidad del perdón, ayuda a los otros a liberarse de las cadenas de la vergüenza paralizante, permitiéndoles vivir su propia culpabilidad y restaurar su esperanza. Su misión es la de sacar a flote lo mejor que tiene el humano e impulsarlo hacia delante, hacia una comunidad más humana. El peligro está en que su ojo, hábil a la hora de hacer un buen diagnóstico, se convierta en un ojo analítico detallado y distante, que en el ojo de alguien que, con sentido de compasión, haga el camino con su hermano.
En definitiva, como contemplativo crítico man-tiene una cierta distancia para impedir ser absorbido por lo más urgente e inmediato rompiendo el círculo vicioso de las necesidades inmediatas que exigen una satisfacción también inmediata. Puede orientar los ojos de los que quieren mirar, más allá de sus impulsos, hacia canales de creatividad. Todo ello sin ir de un lado para otro, de la exaltación a la depresión, arrastrado como una hoja muerta por las modas del momento, pues está anclado en lo que es básico, central y último. Y así, al no permitirse adorar a ídolos, invita constantemente a los demás a plantearse preguntas reales, a menudo penosas y molestas, a mirar qué es lo que hay bajo los obstáculos que le impiden llegar al corazón de lo que importa. Sabe que muchos le toman como un peligro para la sociedad y una amenaza para la humanidad. Pero él contemplará los signos ciertos de esperanza en la situación en la que él mismo se encuentra. La crítica contemplativa conoce la pequeña semilla de mostaza que “cuando ha crecido, es el mayor arbusto entre todos los que hay en el campo, y se convierte en un árbol, de tal forma que los pájaros vengan a refugiarse en sus ramas”(Mt. 13, 31-32). Será, pues, una persona que siempre sentirá la necesidad de orar.
Reimprimido con permiso de Acontecimiento: Revista de pensamiento personalista y comunitario de Madrid.
El Trabajador Católico de Houstonm Vol. XXXIII, No. 3, junio-agosto-2012