Caleb es un estudiante en la Universidad de Notre Dame en Indiana. El vivió y trabajó con nosotros durante algunos meses este verano.
Hace tres meses me inicié en la Iglesia Católica a través de los sacramentos de la Eucaristía y la Confirmación en mi escuela, la Universidad de Notre Dame. Ese día estuve rodeado de una alegría y un amor inexplicables, convirtiéndose en uno de los momentos más felices de mi vida. Ahora, después de reflexionar durante mi estancia en Casa Juan Diego, es aparente que mi conversión no sólo fue meramente un momento en la basílica, sino más bien un estilo de vida, una verdad, constantemente siendo aceptada, rechazada, cuestionada y reafirmada. ¿Cómo se lleva a cabo esta conversión?
Muy fácil, a través del amor.
Una de mis primeras semanas aquí, afuera de la casa de hombres, conocí a un hombre desesperado suplicando por un lugar donde quedarse por un par de días. Tenía alrededor de 30 años y traía una vieja mochila en el hombro y una gorra en la mano. Le dije que yo no podía tomar esas decisiones, pero lo dirigí con las personas que podían ayudarlo. Al día siguiente me alegró saber que sería un huésped en nuestra casa. En Misa, días más tarde esa semana, vi al nuevo huésped observando una tarjeta con una oración a Dorothy Day que rezamos al final de cada Misa. En la tarjeta hay un retrato en blanco y negro de Dorothy Day, co-fundadora del Movimiento Trabajador Católico, y debajo de ésta hay una hermosa oración pidiendo por la intercesión de Dorothy Day para todos los migrantes.
Leyó la tarjeta con cuidado, volteándola en sus manos. Sólo se quedó unos días más, pero antes de irse preguntó si se podía quedar una de las tarjetas con la oración. Le dije que por supuesto que sí podía quedársela, me dio la mano y al día siguiente se fue.
No sé el nombre del señor, ni tengo idea de dónde se fue. Él probablemente no tiene idea de quién soy, pero le debo más de lo que le dí. Vine a Casa Juan Diego a trabajar y a ayudar, pero este pequeño vistazo a las preocupaciones de los inmigrantes me ha hecho darme cuenta de que estoy llamado para mucho más.
Muchos hombres inmi-grantes están separados de sus hijos y sus familias, y están luchando para encontrar un trabajo consistente. Sí hayan estado en los Estados Unidos un día o muchos años, todos vinieron con el sueño de escapar de la violencia y la pobreza que los plagaba, a pesar del largo y peligroso viaje por la frontera. Más aún, a la llegada, este sueño casi siempre difiere de la realidad, lleno de problemas y dudas. ¿Dónde puedo encontrar trabajo? ¿Cómo puedo pagar por comida y hospedaje? ¿Dónde puedo obtener el cuidado médico que necesito? Éstas y muchas otras preguntas rodean al pobre migrante cada día.
He aprendido que trabajar y ayudar no es suficiente. El servicio es un llamado para todos nosotros. El verdadero servicio se da a conocer a través del amor. Vivir con la gente que estás sirviendo ayuda a revelar esto y más. Veo las peleas, los problemas y el dolor junto con las risas, la alegría y el éxito. El servicio verdadero no separa a la humanidad, el servicio cura porque nuestra vida subsiste en la dignidad de nuestro vecino que está a nuestro lado.
Thomas Merton, un monje trapista, prolífico escritor y pacifista, alguna vez escribió: “Mientras nosotros estamos en la tierra, el amor que nos une nos traerá sufrimiento por el simple contacto de unos con otros, porque este amor es el re-encasamiento de un cuerpo de huesos rotos.” Éste es nuestro llamado a la conversión, el darnos cuenta de que nadie sufre solo, y de que esta ruptura sólo puede ser reconstruida con amor. La cruz, la imagen literal de la muerte, se convierte en la fuente de nuestra vida. Cristo nos prueba que aunque vamos a sufrir como Él sufrió, nunca estamos solos.
Casa Juan Diego también merece mi más profunda gratitud. Desde mi experiencia, no sólo recibí la oportunidad de vivir la fe que confesé en un principio en la basílica de Notre Dame hace tres meses, sino también, y más importante aún, el entendimiento de que este servicio es sacramental. Cuando verdaderamente servimos, proclamamos con audacia la santidad de nuestro vecino. Afirma-mos su innegable dignidad. Amamos con el amor eterno de Cristo.
El Trabajador Católico de Houston, noviembre-diciembre 2012, Vol. XXXIII, No. 4