Tengo el privilegio y la felicidad que me acompaña de ser una de las personas al servicio de los inmigrantes que pasan por Casa Juan Diego.
Bajo este techo han conseguido descanso miles y miles de personas de diferentes razas, culturas, costumbres y nacionalidades. Pero para nosotros todos son iguales.
Hemos escuchado las tristes y duras historias de personas de Perú, Ecuador, Colombia, República Dominicana y brasileños; estos hombres y mujeres han pasado aventuras inolvidables que por siempre quedaron marcadas en el fondo de su corazón.
Por medio de sus testimonios nos enteramos que, salen de sus casas abrigando la ilusión del gran “Sueño Americano,” y abrazados a esa esperanza se lanzan al camino contra viento y marea sin imaginarse el sinnúmero de tropiezos y problemas que en el camino a diario pasarán.
De tantas historias reales y crueles, relataré una de ellas, de un ecuatoriano al que llamaremos “Angel.” Este ecuatoriano sufrió lo indecible durante su largo viaje el cual duró casi un año para llegar a este país.
El vendió su casa por un precio muy bajo y a su esposa e hijos los dejó al cuidado de sus padres y emprendió el viaje con el deseo en su corazón de un futuro mejor. Angel nos cuenta que fue casi un año de crisis psicológica, huyendo de las autoridades de migración de cada país donde pasaba. Fue así que poco a poco su dinero se terminaba, pues cada vez que era atrapado tenía que dar “mordida” para que le permitieran seguir adelante.
Se dio cuenta que llegando a Guatemala su situación económica era muy mala, pero como pudo entró a México donde comenzó aquella pesadilla negra.
Su primer encuentro en el país azteca fue con los ladrones. Estas personas sin escrúpulos ni sentimientos humanos lo despojaron de todo y para desgracia y colmo también fue ultrajado sexualmente.
Ví llorar a Angel mientras relataba este último y pude advertir sus pensamientos, me conmovió el alma al darme cuenta que si esto le sucede a un hombre ¿cuantos abusos bestiales no podrá recibir una pobre e indefensa mujer en el camino?
Angel continuó su historia y dijo que después de ese trago amargo siguió adelante casi sin esperanzas, por haber perdido todo: su orgullo, dignidad, dinero, ropa y ahora tendría que vivir de la caridad humana. Y así fue. Pidió comida y ropa en el camino, algunas personas de buen corazón se compadecían de él pero otras lo miraban con desprecio, y en muchas ocasiones al no soportar más el hambre llegaba a visitar los basureros para ver si encontraba desperdicios que pudieran alimentarlo.
En muchos lugares de México trabajó solamente por la comida y sus noches las pasaba durmiendo en el monte o en los parques de los pueblos. Generalmente no dormía pensando en su esposa, hijos y padres. ¿Como estarían ellos? No sabía nada. De lo que sí estaba enterado era que él se sentía sin ningún valor humano que lo hiciera sentir feliz; en el
camino Angel lloró como nunca en su vida había llorado.
El tiempo pasaba y él veía que no avanzaba mucho. Tampoco quería arriesgarse con migración mexicana, prefería saber donde pisaba. Muchas veces sentía que quizás ya no podría más. Había adelgazado notablemente y su cara estaba demorada. Se sentía un pobre diablo.
Con el transcurso del tiempo logró pasar la frontera de Estados Unidos, ayudado por dos hombres que conoció en la frontera quienes le dijeron que ellos ya habían estado anteriormente en E.E.U.U., pero si se atrevía a acompañarlos tendría que caminar durante ocho días para no pagar un “coyote.”
Con cierto entusiasmo dijo que ya había sufrido mucho y que no era posible sufrir algo peor. Se lanzó al camino casi sin zapatos y así pasaron siete días caminando.
Al momento de la llegada de Angel a Casa Juan Diego personalmente lo recibí y su rostro me inspiró cierta lástima y me interesó conocer algo de su vida.
Sus primeras palabras al comienzo de su historia fueron: “Quiero decirle que siento como que he caminado durante meses todo el desierto acompañado de aves de rapiño y al llegar aquí es como encontrar un oasis de agua fresca y cristalina que me vuelve a la vida.”
Su servidor es también un indocumentado y nosotros creemos que Casa Juan Diego es eso: un oasis de descanso, un remanzo de paz, comprensión y amor para aquellas personas de Sur América, Las Antillas, Nicaragua, Honduras, El Salvador, Guatemala y México.
Realmente nos sentimos gozosos de poder servir al prójimo y nos duele verlo en el estado físico en que llegan sus pies. Los trae en muchas ocasiones sangrando, sus zapatos completamente rotos, sus ropas sucias, casi en arapos, su cara y sus ojos reflejan sufrimientos, cansancios, tristezas, penas y dolores. Todo esto nos inspira para llevar la Biblia y practicar su verdad. Nos apegamos al Evangelio de Lucas 10:25-37 y es nuestro sentir que Dios bendiga a aquellos donadores generosos que hacen posible que nuestra misión siga adelante mientras Dios así lo quiera.
Por eso decimos que el amor auténtico, la caridad cristiana es eficaz y operativa, mueve de inmediata a la acción e impulsa a la donación de la persona misma y de lo que tiene.
El Señor Jesús lo había dicho: “Así reconocerán todos que ustedes son mis discipúlos: si se tienen amor unos a otros.” (Juan 13:35)
Jesús dijo también en una ocasión: “Que el hijo del hombre no tenía donde recostar su cabeza,” y en nuestros días vienen por el camino muchos Jesuses que no tienen donde dormir, que comer, ni vestir.
Casa Juan Diego sigue en este próposito de ayudar al necesitado; dice Mateo en el capítulo 25:35-36: “Porque tuve hambre y ustedes me alimentaron; tuve sed y ustedes me dieron de beber; pasé como forastero y ustedes me recibieron en su casa; anduve sin ropa y me vistieron. Estaba enfermo y fueron a visitarme; estuve en la cárcel y me fueron a ver.”
Más adelante en el versículo cuarenta dice, “En verdad les digo que cuando lo hicieron con alguno de estos más pequeños que son mis hermanos, lo hicieron conmigo.”
Esta historia continuará quizás para siempre.
B.J.H.