Por Mons. Thomas Wenski, Arzobispo de Miami
Tomado y traducido de la impactante homilía del Arzobispo Wenski acerca de la reforma migratoria dada en la Misa de Bienvenida en ocasión de su llegada a la arquidiócesis, para la multitud de comunidades étnicas de Miami.
Nuestro mundo está cada vez más globalizado: el Papa Benedicto XVI dijo que la globalización nos ha hecho a todos vecinos, pero no nos ha hecho hermanos.
Parte de la globalización que sufrimos hoy en día es el hecho de migración. En un mundo globalizado, los bienes y mercancía fabricadas en un continente son comprados y vendidos en otro, separados por más de medio mundo. Información y dinero pueden cruzar fronteras en un instante; y en un mundo globalizado, las personas cada vez más cruzan también fronteras, muchas veces de forma dramática.
La Iglesia nos enseña que no debemos temer al inmigrante y también nos advierte no maltratarlo. De una manera, tal como llamamos a Jesús el Rey de Reyes, podemos referirnos a él como el Migrantes de los Migrantes también. Convirtiéndose en hombre como nosotros, él “emigró” del cielo. Él se convirtió en ciudadano de nuestro mundo, de forma que nosotros nos pudiésemos convertir en ciudadanos del mundo que está por venir. Y aquellos que entrarán en su ciudad celestial, lo harán porque como él nos dijo, “Fui extranjero y me recibiste.”
Así podemos construir un paralelo entre la venida de Jesús a nosotros como hombre y la llegada de un recién llegado a una tierra lejana—de esta manera, tal vez, podemos contemplar el rostro de Jesús en el rostro del inmigrante. En los debates divisivos acerca de la reforma migratoria, muchas veces los inmigrantes—especialmente los indocumentados—son demonizados, vistos como amenazas, y no como nuestros hermanos y hermanas, o siquiera como entre los más “pequeños” de nuestros hermanos y hermanas.
Las políticas xenófobas que ponen al “inmigrante ilegal” como un problema, ocultan el rostro humano de inmigración. Los dramáticos arrestos de trabajadores pobres que ganan salarios bajos no van a resolver nuestra crisis migratoria. De hecho, tales acciones causan más confusión y amargura. El problema verdadero no es el inmigrante, pero el sistema roto que tolera cínicamente una creciente clase inferior de personas vulnerables que no están protegidas por la ley. Los frutos de sus labores son necesitados, no obstante, el régimen actual de inmigración no les brinda a ellos o a sus empleadores las vías necesarias que les permitiría accesar el sistema y convertirse en residentes legales. Ningún ser humano debería reducirse a un “problema.” Tal pensamiento reduccionista demoniza al “inmigrante ilegal” y a la larga nos dehumaniza a todos.
Como el inmigrante que llega a nuestras tierras, el Hijo Eterno de Dios, a través de su encarnación construyó su tienda entre nosotros. Y como Jesús que nació en un establo porque no había más espacio en la posada, en el día de hoy, mientras ellos hacen trabajos que los de los Estados Unidos no pueden o no harán, los inmigrantes escuchan una y otra vez lo que María y José escucharon en Belén hace dos mil años: “no hay espacio en la posada para ustedes.” Y como muchos de ustedes aquí en el día de hoy, Jesús también era un refugiado, un refugiado político forzado a escapar de la tiranía del rey Herodes.
Por tales razones, la Iglesia continuará alzando la voz en nombre de todos los inmigrantes en todas partes del mundo. Alzamos la voz en defensa de aquellos, especialmente los jóvenes, que son traficados a través de las fronteras para ser explotados en el mercado del sexo. Continuaremos abogando por una justa y equitativa reforma de un sistema de inmigración roto que continúa separando familias por períodos de tiempo inacceptables y que no provee una vía para la ciudadanía para millones que ocupan trabajos que, de otra manera, no serían ocupados. Defenderemos los derechos de refugiados y de aquellos que buscan asilo en un lugar seguro de persecución y violencia.
El recién llegado—a pesar de su estado legal—es un ser humano, él es un hermano, ella es una hermana con un derecho a nuestra solidaridad. Y debido a esa solidaridad, no debemos construir muros, sino puentes.
Trabajador Católico de Houston, Vol. XXX, No. 4, agosto-octubre 2010.