Queridos amigos en Cristo,
Nosotros los obispos, estamos tratando de ser claros en expresar los principios morales básicos que están envueltos en los esfuerzos para reformar nuestras leyes de inmigración. Estos principios morales están fundados en la inherente dignidad del ser humano dada por Dios. Hemos apoyado marchas, manifestaciones, y diversos programas educacionales así como también la campaña de apoyo de los obispos de los Estados Unidos.
Aun así, para muchos católicos, especialmente para aquellos que no tratan con inmigrantes a diario o no están en contacto frecuente con el sistema de inmigración federal, hay preguntas legítimas acerca de la pasión que tiene la Iglesia acerca de este problema. ¿Por qué la Iglesia gasta tanta energía tratando de reformar el sistema de inmigración de nuestra nación? ¿Por qué no simplemente le pedimos al gobierno que haga un mejor trabajo aplicando las leyes que ya tenemos? ¿Apoya la Iglesia fronteras abiertas y el desorden?
Como respuesta, espero ofrecer algunos puntos de clarificación en cuanto a las enseñanzas de la Iglesia y su posición en relación a este problema. Además, rezo para que estas reflecciones les brinde un entendimiento profundo en su esfuerzo personal de tratar de entender este problema tan difícil y muchas veces controversial.
Uno de los principios fundamentales detrás de cualquier sistema moral de inmigración es que las naciones tienen el derecho de proteger sus propias fronteras. Gobiernos tienen el deber de alcanzar el bien común de sus ciudadanos, a los cuales representa. Y, en retorno, los residentes de cualquier tierra tienen el deber de respetar la ley. Hacia ese fin, los obispos estadounidenses quieren ver que nuestro país tenga un proceso ordenado que regule sensatamente el flujo de migrantes y que nos mantenga seguros de amenazas de terrorismo, violencia, tráfico de drogas, y otras actividades criminales.
Al mismo tiempo, la Iglesia Católica también enseña que todos los seres humanos tienen el derecho a migrar. Primero y principal, cada uno de nosotros, como hijo o hija de Dios y a pesar de nuestra afiliación nacional, tiene el derecho de trabajar y de proveer para nosotros mismos y para nuestra familia. Idealmente, deberíamos conseguir trabajo en nuestros propios países. Sin embargo, si ese trabajo no se puede conseguir en nuestra tierra de origen, ¿qué otra opción tenemos otra que ir a donde sea para encontrar una forma de ganarnos la vida? Cualquier persona responsable, encargada del santo trabajo de mantener la vida, nuestra propia vida y la de nuestros seres queridos, tiene el derecho y el deber de inmigrar si esa es la única opción.
Entonces, ¿cómo puede una nación responsablemente balan-cear el derecho y el deber de proteger sus fronteras con el derecho y el deber de inmigrar? ¿Cómo podemos vivir los mandamientos de las Santas Escrituras, en el cual Dios dice, “Cuando el extranjero habite con ustedes en su tierra, no lo molestarás? Al contrario, trátenlo como si fuera uno de ustedes. A menlo como a ustedes mismos, porque también ustedes fueron extranjeros en Egipto” (Lev 19:33-34). Recordando siempre que la Sagrada Familia, escapando persecución en su propia tierra, también fue una familia migrante, ¿cómo podemos deplegar la alfombra de bienvenida a Cristo presente en los miles de inmigrantes que vienen a nuestra puerta y todavía así poder mantener, al mismo tiempo, nuestra propia casa en orden y segura?
Es primeramente importante recordarnos que muchas de las leyes que definen nuestro sistema hoy en día no existían siquiera antes del siglo XX. Además, estas leyes han sido cambiadas y enmendadas en el transcurso del tiempo de manera de poder conseguir ese difícil balance.
Lo que nos queda hoy, sin embargo, es una burocracia que fracasa en responder a las realidades económicas y sociales de hoy en día. Ahora con un estimado de doce millones de personas residiendo en nuestro país sin documentos, estamos en frente de una completa crisis de la ley y del orden. Nosotros, obispos, con muchos otros, creemos que éste es uno de esos tiempos en los cuales debemos reconsiderar cómo podemos poner todo en orden e ir por el buen camino otra vez.
Estamos en este aprieto, porque la triste verdad es que hay muy pocas visas disponibles para inmigrar a este país legalmente. Cada año, el Congreso solo reparte cinco mil visas permanentes para trabajadores “no especializados,” aunque cientos de miles de inmigrantes indocumentados están consiguiendo trabajos en esta categoría. Además, los cónyuges, hijos, y otros parientes de muchos de éstos que no entran el país legalmente tienen que esperar años para sestar reunificados con sus seres queridos. Por ejemplo, un hombre de México que fue lo suficientemente afortunado para recibir una visa de empleo permanente para trabajar aquí todavía tendría que esperar aproximadamente cuatro años antes de que su esposa e hijos puedan unírsele. ¡Para que un filipino pueda tener a su hermano o hermana reunidos con él, le tomaría 22 años!
Mientras que esta arquidócesis no hospeda una de las más altas concentraciones de residentes de origen extranjero en este país, las historias de familias inmigrantes locales resonan con muchos de nosotros. En nuestras parroquias, nuestras escuelas católicas y nuestras agencias de servicio social, ciudadanos católicos participan en la liturgia, aprenden, y viven al lado de inmigrantes más recientes a esta tierra. Por consiguiente, nosotros también resultamos heridos cuando vemos que éstas familias son destruidas a causa de un sistema migratorio que no está correctamente estructurado. En muchas ocasiones, hemos escuchado que padres nunca regresan a la casa del trabajo tras haber sido capturados por Inmigración, dejando a esposas e hijos dependiendo en la caridad de otros para comer y pagar la renta. En un caso, una madre de Uganda fue capturada por Inmigración después de quince años de haber empezado su familia aquí. Fue separada de sus dos hijas que nacieron y fueron criadas aquí como ciudadanas estadounidenses en nuestras escuelas católicas. Fue separada de su esposo y de sus hijos y llevada a varias prisiones y centros de detención alrededor del país por cinco meses hasta que se le fue dada una audiencia de asilo.
La manera en la que los obispos lo ven, el problema de las innumerables situaciones similares a éstas, no es que todos los inmigrantes debían haber recibido amnistía inmediata-mente después de haber entrado al país, pero que habían muy pocas vías disponibles para que ellos vinieran al país de la manera correcta desde el principio. En breve, creemos que podemos hacer algo mejor.
Mientras tanto, muchos residentes indocumentados están viviendo en miedo escondiéndose en las sombras. Con mucha frecuencia hemos escuchado historias en las que son explotados por sus empleadores que roban sus salarios o los despiden después de haberse herido en sus posiciones de trabajo. Muy frecuentemente, las familias en las cuales algunos de sus miembros son residentes legales mientras que otros no lo son, padres y esposos evitan reportar el haber sido víctimas de crímenes por miedo a que las autoridades, porque no quieren ser separados de sus seres queridos que no pueden seguirles a sus países de origen. Debido a razones como éstas, la Iglesia se opone a medidas que solo se encargan de aplicar la ley, ya que sirven principalmente para infundir un miedo más profundo en los inmigrantes y la division de gente de buena voluntad en nuestras comunidades en vez de resolver el sistema roto que está detrás de todo esto. Parece ser que solo la reforma migratoria integral puede simultáneamente restorar el orden y la dignidad humana.
Lo que la Iglesia está pidiendo:
1) la continuidad de esfuerzos globales en contra de la pobreza, para que los inmigrantes no tengan que dejar sus hogares por necesidad; 2) una reducción en las tardanzas del sistema de visas para familiares; 3) un programa temporal para trabajadores extranjeros que provea vías para obtener residencia legal y mejores protecciones de sus derechos; 4) una vía “ganada” para la legalización de aquellos indocu-mentados que ya estén aquí para que ellos puedan responsable-mente tomar su posición en un proceso que no tomaría años para procesar (en otras palabras, no necesariamente amnistía); 5) y la restoración de un proceso apropiado para inmigrantes que están aquí sin papeles, así como aquellos que están buscando asilo.
Es mi deseo que los católicos en particular respondan a esta llamada a apoyar a nuestros hermanos y hermanas inmigrantes durante estos tiempos difíciles. Quisiera pedirle a los sacerdotes, maestros, líderes laicos y religiosos, que hagan lo que puedan para ofrecer opor-tunidades educacionales para católicos en esta arquidiócesis a escuchar las historias de los inmigrantes en nuestras comunidades y para entender la riqueza de las enseñanzas de la Iglesia en cuanto a este problema. Entre muchos otros lugares, hay muchos recursos disponibles a través de los esfuerzos de nuestras organizaciones católicas, Ministros Hispanos, Acción Social Católica, y la Oficina de Misión. Usted puede aprender más visitando el website de los obispos de los Estados Unidos en cuanto a inmigración al www.justiceforimmigrants.org.
Finalmente, para mis hermanos y hermanas inmigrantes y todos aquellos que trabajan con ellos en su causa para construir una vida mejor, les agradezco a todos ustedes por el trabajo que hacen en nombre de la dignidad y vida humana. Sepan que el Espíritu Santo continuará estando con ustedes y en la lucha por justicia.
Mons. Dennis M. Schnurr, Arzobispo de Cincinnati
Traducido y reimpreso de The Catholic Telegraph.
Trabajador Católico de Houston, Vol. XXX, No. 4, agosto-octubre 2010.