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Encontrando a Peter Maurin y Dorothy Day en el Trabajador Católico

Stanley visitó al Trabajador Católico cuando era un joven idealista de 18 años y empezó a ayudar. El nunca pudo decidir por seguro si quería quedarse o no, pero sí, quedó y murió como Trabajador Católico a la edad de 80.

Una mañana en la sucursal de Williamsburg de la biblioteca publica yo recogí La Vida de Cristo de Giovanni Papini, libremente traducida por Dorothy Garfield Fisher. Me enamoré con la personalidad de Cristo. Él era un hombre que era máss que un hombre. Mis ojos parecieron abrirse mientras leía:

“Pero aquel que quiere venir conmigo, dijo Jesús, debe ir a vender todo lo que posee y dárselo a los pobres y así tendrá tesoros en el cielo. La pobreza es el primer prerrequisito para la ciudadanía del Reino.”

Jesús es el hombre pobre, infinita y rigurosamente pobre. ¡Pobre con una pobreza absoluta! ¡El príncipe de la pobreza! ¡El pobre que vive con los pobres, que ha venido por los pobres, que habla a los pobres, que le da a los pobres, que trabaja para los pobres! ¡Pobre entre los pobres, destituido entre los destituidos, mendigo entre los mendigos! ¡El hombre pobre de una gran y eterna pobreza! ¡El feliz y rico hombre pobre, que acepta la pobreza, que desea la pobreza, que se casa con la pobreza, que canta de la pobreza voluntaria!

Fue tarde cuando terminé de leerlo. Caminé hacia la casa en un estado de exaltación. Había encontrado a un líder a quien podía servir.

Dejé la biblioteca y me dirigí a la iglesia más cercana donde fui al altar a rezar. Cristo se había convertido en un Dios personal para mí. Hubo lágrimas en mis ojos mientras rezaba. Cristo era real. Él estaba presente en el altar. El no era una abstracción. Él me necesitaba. Yo rezaba para que encontrara un trabajo que él me diera para que yo lo hiciera.

Yo tengo el habito de visitar iglesias de pasar tiempo en la oración. Le rogué a Cristo para que me utilizara para cualquier trabajo que tuviera en mente para mí. Quería un apostolado que absorbiera mi tiempo completo y mi amor. Yo no estaba interesado en el dinero. Papini me había convencido que el dinero era estiércol y como estiércol era para ser tirado en el montón de estiércol. Yo no quería trabajar en un puesto que odiaba para hacer “estiércol” que yo no quería para comprar cosas que no necesitaba. Lo que yo quería hacer era dar mi vida como regalo a algún grupo católico apostólico de laicos. Fue con esa intención que dirigía mis oraciones y mis esfuerzos.

Mis oraciones fueron contestadas un día en la primavera de 1934. Yo recogí una copia delTrabajador Católico en la sucursal de Williamsburg de la biblioteca publica. El formato del periódico era como el tamaño de una revista aunque se llamaba periódico. Quedé impresionado y profundamente movido cuando terminé de leer el periódico. Yo sabia que había encontrado mi vocación.

Yo estaba en la oficina del Trabajador Católico a la diez de la mañana. La puerta estaba cerrada. Yo me agarré la frente con las manos y traté de ver por entre la puerta obscura. No había nadie moviéndose en el interior. Continué presionando mi frente contra el vidrio. En el oscuro interior pude vislumbrar dos escritorios, un librero, y en el centro del cuarto una estufa salamandra.

Estudié el aviso en la ventana que consistía de un tríptico de cartón en el que dos copias del periódico estaban pegadas. También daba una lista de libros. Yo tome mi lápiz y escribí los títulos en el reverso de un sobre: The Great Commandment por el Padre Patrick Healy, The Making of Europe por Christopher Dawson, Nazareth and Social Chaos por el Padre Vincent McNabb, O.P. …

Una mujer alta con la cabeza cubierta por una babushka y vestida con un traje largo que casi le cubría los zapatos, vino por la calle llevando un cochecito de bebé. Cuando llegó a la puerta ella paró. El cochecito estaba repleto con ollas y cacerolas, bolsas de papel rellenas, y un atado de ropa. Un bebé estaba durmiendo bajo todo el desorden. Yo recuerdo pensar que un ligero movimiento podría enterrar al bebe bajo una avalancha.

Yo me paré. “¿Sabe usted a que hora abre el Trabajador Católico?” le preguntée.

Ella me contestó, “Yo voy a entrar ahí ahora,”

“¿Es usted Dorothy Day?” le pregunté.

La mujer se paró más derecho. “No, yo no soy,” dijo ella. Mi nombre es Margaret Polk. Yo ayudo acá.”

“¿Vive Dorothy Day aquí?” Pregunté.

“Ella se ha ido a Staten Island,” dijo Margaret, a ver a su hija, Tamar. “Ella está en la escuela allá.”

“Creo que regresaré en otro momento,” yo dije.

“¿No quiere entrar?” pregunto Margaret. Ella tomo al bebé en los brazos y fue a abrir la puerta.

Cuando ingresamos ella encendió las luces y un súbito estallido de luz iluminó la habitación. “Las bolsas van en esa caja,” dijo.

Leí un anuncia pintado a mano, clavado a la pared: “Ayúdese a lo que necesite.” Tire la ropa en la caja medio abierta.

Una línea de sillas estaba colocada frente a la pared. En el centro del cuarto había una estufa salamandra. En la parte de atrás había un librero que contenía una serie de enciclopedias católicas.

Encima del primer escritorio había una maquina de escribir. Después descubrí que este era el escritorio de Dorothy Day. El otro escritorio era una mesa de cocina con cubierta de metal. Contenía dos largos archivadores de madera y tres cajas con sobres blancos de tamaño de negocio.

Sobre esta mesa había un anuncio escrito por mano que dijo, “El primer deber del cristiano es dar las gracias.” La cita era de San Ambrosio. El anuncio había sido colocado por Dorothy Day, como yo después aprendí, porque un visitante había argüido que era equivocado agradecer a la gente que daba ropa y dinero a los pobres. “Son ellos los que deberían dar las gracias,” dijo él, “porque los pobres al aceptar sus limosnas, abren las puertas del cielo a ellos.”

Dorothy, después me dijo que le había dicho a un crítico: “En justicia, uno tiene que dar las gracias a aquellos que nos envían dinero para hacer el trabajo.” Ella entonces mandó hacer el anuncio y lo puso en la pared.

En la cocina Margaret tenía al bebe en un brazo mientras encendía el gas bajo la olla. Yo tomé las otras ollas y las cacerolas del coche y las puse en una mesa redonda. Margaret entonces puso al bebe en el coche.

“¿Cómo se llama él bebe?” pregunté.

“Barbara” dijo ella. ”¿Cuál es el tuyo?”

“Stanley,” dije. “Stanley Vishnewski. Yo soy lituano.”

“Yo también,” dijo Margaret.

“¡ Laba diena !” (buenos días) dije yo

“Yo ya me he olvidado de hablar en lituano,” dijo Margaret. “Pero siéntate y te hago un café.”

Se abrió la puerta y un viejito entró. El tenia un traje gastado y mal ajustado y zapatos pesados, sus bolsillos repletos de periódicos y panfletos. Yo recuerdo como los clavos de sus zapatos resonaban en el piso mientras pasaba entre nosotras sin hablar. Tenia la impresión que no nos veía.

“Ese es Peter Maurin,” dijo Mary Sheenan. Él escribe los ensayos fáciles en el periódico. El vive en Harlem.”

Miré hacia la puerta a través de la cual había pasado el hombre. Yo pensaba que era algún vagabundo que había venido para buscar algo que comer.

Mary Sheehan debe haber sentido lo que yo estaba pensando. “A Peter no le importa mucho como parece,” dijo ella. “El siempre tiene su nariz metida en algún libro. Pero que cerebro el que tiene. Él lo sabe todo sobre historia. Él podría ganar mucho dinero como profesor.”

Yo me aparté para dejar pasar a Mary y luego la seguí hacia la cocina. Peter Maurin ya estaba sentado en la mesa. Él estaba leyendo un panfleto. Mary se sentó junto a él.

“Siéntate acá,” me dijo Margaret. “Yo sacaré la comida.”

Noté que había un plato extra en la mesa, Margaret debería haber leído mis pensamientos. “Ese es el plato de Cristo. Nosotros siempre tenemos un plato extra para cualquiera que viene.”

“Siempre hay mucha agua para añadirle al caldo,” d ijo Mary Sheehan.

Yo todavía no había sido presentado a Peter pero él no esperó una presentación. En ese momento su cara se animó. Él me apuntó con su dedo y dijo: “En los primeros siglos del cristianismo el pobre era alimentado, vestido, y amparado por sacrificio personal, y los paganos decían de los cristianos: “Vean como se aman los unos a los otros.”

“Hoy día,” continuo él, los pobres son alimentados, vestidos y amparados por los políticos a costas de los pagadores de impuestos.

“Y porque los pobres ya no son alimentados, vestidos y amparados por el sacrificio personal sino a costas de los que pagan impuestos, los paganos dicen de los cristianos, “Mira como pasan la carga.”

Peter hablaba en un rítmico sonsonete. En ese momento yo no me había dado cuenta que estaba recitando uno de sus propios Ensayos Fáciles, pero tenía la impresión de que estaba citando de algo que ya estaba escrito. Cuando terminó se quedó como esperando algún comentario sobre lo que acababa de decir.

Peter se refrenaba de hablar en las comidas. Mary y Margaret hacia casi toda la conversación. Yo solo escuchaba. Durante el curso de la comida Margaret le dijo a Peter que yo era lituano.

Peter dejó su tenedor y me miró a través de su par de anteojos que estaban colgados precariamente en el borde de su nariz. “Asi que tú eres Lituano,” dijo. La Tercera Orden de San Francisco fue fuerte por muchos años en Lituania.”

“Yo estaba impresionado por el comentario de Peter. Él era la primera persona que había conocido lejos de la comunidad Lituana, que sabia de mi propia cultura. La mayoría de la gente no sabia donde estaba Lituania en el mapa.

“Mi gente venia del campo, yo decía. “Ellos son campesinos lituanos.”

“Yo soy un campesino francés,” dijo Peter. “Nací en una granja en el sur de Francia. Mi familia fue la dueña de la granja por 1,500 años, desde el tiempo de San Agustín. Teníamos siete vacas, algunos carneros y una yegua. Utilizábamos a los bueyes para arar los campos. Nosotros cultivábamos casi todo lo que comíamos. Mi padre trabajó la tierra hasta que tuvo noventa años.

Peter había movido su silla para poder estar más cerca de mí. Peter hablaba como si estuviese dirigiéndose a una audiencia. Levantó un poquito la voz. Mencionó nombres de santos que yo nunca había oído antes.

“Yo voy con la tradición no con la revolución,” dijo él. “En el Trabajador Católico debemos tratar de tener la pobreza voluntaria de San Francisco, la caridad de San Vicente de Paul, el acercamiento intelectual de Santo Domingo, las conver-saciones fáciles sobre cosas importantes de San Felipe Neri, el trabajo manual de San Benedicto.”

Cuando terminaba una declaración, pararía de hablar, se inclinaba hacia mí, y con su dedo apuntándome. Yo por supuesto no decía nada. Yo no sabia que decir. Era una nueva experiencia, para mí, tener a un adulto tratándome igualmente como a un intelectual.

Posteriormente aprendí más del método de Peter para conducir discusiones. Él había estado esperando que yo hiciera algún comentario sobre lo que él estaba diciendo. Él habría querido que dijera lo que tenia en mi mente después que hubiera comentado sobre lo que acababa de decir él. Entonces habría llevado la conversación desde ahí.

Peter nunca dominaría una conversación. Él creía que una persona tenía el derecho de terminar una declaración sin ser interrumpida.

Yo finalmente hice la pregunta que estaba en mi mente. “¿Cuál es el propósito del Trabajador Católico?”

“El propósito del Trabajador Católico es,” dijo él, “crear una sociedad donde sea más fácil para los hombres ser buenos. Una sociedad donde cada persona se considere a sí mismo ser el cuidador de su hermano. Una sociedad donde cada uno tratará de servir y ser el menos. Dios nos quiere que seamos los cuidadores de nuestros hermanos. Él quiere que alimentemos al hambriento con un sacrificio personal. Él quiere que vistamos a los desnudos con un sacrificio personal. Él quiere que protejamos a los desamparados. Servir al hombre por el amor de Dios, eso es lo que quiere Dios que hagamos.

Yo estaba fascinado con el flujo de lenguaje de Peter y su erudición. Estaba impresionado por lo que estaba diciendo. Nunca había conocido un hombre que hablara como él.

“Nosotros necesitamos entusiasmo,” dijo Peter, “Nada puede ser logrado en el trabajo de la reconstrucción social sin entusiasmo.”

Yo estaba feliz de oír a Peter decir esto. Yo creía que el único talento que yo tenia era el entusiasmo, entusiasmo y más entusiasmo!

Al día siguiente estaba de regreso en el Trabajador Católico lleno de entusiasmo, escribiendo direcciones en sobres.

Eran como las cuatro de la tarde. Ya habíamos puesto las direcciones en los sobres. Después de terminar nuestros sándwiches y el café yo me senté en una esquina y empecé a leer una copia de la revista Commonweal cuando noté a una mujer alta angular parada en el umbral de la puerta mirándome directamente. Ella tenia un cigarrillo en la mano. Su cabello estaba cortado en un estilo que llamaban “page boy.” Ella me quedó mirando por algunos segundos, y luego caminó hacia el escritorio y se sentó.

“Tu debes ser Stanley,” dijo ella, “el joven que nos escribió esa carta entusiasta. Estamos contentos de que pudieras venir. ¿Te han mantenido ocupado?

Yo sabía, sin preguntar, que esa mujer era Dorothy Day. Yo tenía dieciocho y ella treintaiseis años esa tarde cuando nos conocimos por primera vez. Yo pensaba entonces que era muy vieja. Pero cuando llegué a la edad de treintaiseis ella ya no era más vieja, pero aparecía de media edad. Hoy, mientras escribo, ella me parece ser una de las personas más jóvenes, en espíritu, que yo conozco.”

Pero yo no sabia nada de la educación de Dorothy y muy poco sobre el Trabajador Católico, esa tarde mientras me sentaba a conversar con ella. Yo le dije sobre mi deseo de trabajar para la Iglesia. Ella escuchó lo que tenia que decir. Yo pensé que ella estaba interesada en mí y en mis ambiciones. “Yo también quiero ser una escritora.”

Una sonrisa inquisitiva jugaba en los labios de Dorothy. Ella encendió un cigarrillo. Ella sopló un poco de humo en el aire. “Escribir es trabajo duro,” dijo ella “pero si quieres ser escritor serás uno. Nada podrá pararte. Lo que yo quisiera que tu hicieses para la siguiente edición del periódico es copiar por lo menos cinco citas de la Rerum Novarum , que podamos utilizar como relleno en el periódico. Ella se fue a su escritorio, tomo una copia rustica de la encíclica y me la dio. “Utiliza mi máquina de escribir.”

Yo inserté una hoja de papel y utilizando dos dedos empecé a escribir lo que yo pensaba que eran citas adecuadas.

“No las hagas muy largas,” dijo Dorothy. Cuanto más cortas mejor.”

Leí el panfleto cuidadosa-mente, línea por línea, y pesé cada pensamiento cuidadosa-mente en mi mente. Pasó como media hora antes de que empezara a escribir.

“Así pues los afortunados quedan avisados…; los ricos deben temer las tremendas amenazas de Jesucristo, ya que más pronto o más tarde habrán de dar cuenta severísima al divino Juez del uso de las riquezas”

Cuando terminé de escribir las dos páginas se las traje a Dorothy, que estaba sentada en la cocina. Ella la leyó cuidadosamente y cuando había terminado me miró y dijo, “Hiciste un buen trabajo.”

Cuando caminé a casa esa noche sobre el puente de Williamsburg yo estaba en un estado feliz. Yo había sido aceptado en el movimiento del Trabajador Católico.

Republicado de Wings of the Dawn por Stanley Vishnewski, publicado en Nueva York por el Trabajador Catolico.

Trabajador Católico de Houston, Vol. XXVI, No. 6, noviembre-diciembre 2006.