Ramiro Pellitero es profesor de Teología pastoral en la Universidad de Navarra, y editor de “Los laicos en la eclesiología del Concilio Vaticano II”, ed. Rialp, Madrid 2006.
Los griegos llamaron eros al amor entre hombre y mujer. Lo describieron como un arrebato, una “locura divina”, que lleva a un “éxtasis” por encima de la razón. Considerado más en general, el amor es ante todo para vivirlo, para vivir de él y en él, para dejarse conquistar por él y para conquistarlo día a día. Pero también es un gran tema para reflexionar y dialogar.
La encíclica ” Deus caritas est ” recoge la crítica de que el cristianismo ha matado el eros , el amor, y la rebate, dentro de su propósito global: “Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo: a esto quisiera invitar con esta Encíclica” (n. 39).
Se trata, por tanto, de poner el amor en el centro de la existencia personal, en el centro de la vida cristiana y de la Iglesia. El amor, que es comunión entre las personas y que se realiza respetando la diversidad de cada uno y contando también con las dificultades.
Quien lee la encíclica sin prejuicios puede encontrarse con tres sorpresas, por lo que respecta al “extasis divino” del amor:
Primera sorpresa: el eros puede presentarse como modelo y origen de todo amor. Así lo hace la Biblia al emplear la metáfora del amor esponsal para hablar del amor de Dios por la humanidad.
Cabría preguntar: ¿pero no es más bien el agapé, el amor que da sin esperar nada a cambio, el amor más perfecto? ¿Acaso el Antiguo Testamento no fustiga los excesos y engaños del eros ? Ciertamente, pero en ningún caso se niega al eros su característica de pregustar lo infinito, lo eterno; sin olvidar, claro está, la necesidad de dominar el puro instinto, para armonizar el cuerpo y el espíritu. Ambos elementos remiten a la relación con Dios. Porque sin Dios, pretender alcanzar la eternidad en el amor sexual, ha observado Ricard María Carles, sería como buscar todas las palabras de una novela en su tapa, o apoyar un precioso capitel sobre un frágil tallo .
Parece fundamental percibir que lo que presenta la encíclica como modelo de todo amor no es el eros sin más, sino el eros que se esfuerza en convertirse en agapé . Esto, no importa repetirlo, exige ante todo el respeto por la persona y la diversidad entre varón y mujer. Con expresión de Jutta Burggraf, “la comunión goza de las diferencias”.
Segunda sorpresa: en el cristianismo el eros se mantiene y se perfecciona. No se trata de que desaparezca la vehemencia del eros cambiándose en la absoluta generosidad del agapé . En realidad, el agapé también necesita recibir; pero resulta que todo lo que recibe se va transformando en capacidad para dar. Esta dinámica sigue el ejemplo y el impulso del amor de Dios, que sin necesitar nada, ama apasionadamente de modo que que en Él no hay resquicio de egoísmo.
Tercera sorpresa: el eros acaba por ser, en el cristianismo, nada menos que un icono vivo del amor de Dios por la humanidad. Los evangelios presentan a Cristo como el “esposo” de la humanidad, salvada anticipadamente en la Iglesia. Él mismo explica la esencia del amor hablando del grano de trigo que muere para dar fruto, lo que alude a su sacrificio en la Cruz. Por eso, dice la encíclica, agapé es un nombre que en el cristianismo designa la Eucaristía, que es, precisamente la actualización del sacrificio de la Cruz.
Este planteamiento sitúa al amor entre hombre y mujer en el nivel del amor de Cristo. Decía Josemaría Escrivá que el lecho matrimonial es como un altar. Con otras palabras: si los el Evangelio afirma que el amor “vale más que todos los sacrificios y holocaustos”, es porque en unión con Cristo (sobre todo en la Eucaristía) se convierte en verdadero culto a Dios y se traduce en servicio a la humanidad. Este es el auténtico “éxtasis divino” del amor.
“Amor y siempre más amor, es la solución a cada problema que aparece”, dijo una campeona de la paz y los derechos humanos (Dorothy Day).
El verdadero “éxtasis” del amor consiste en salir de sí mismo para encontrarse con el otro, y en esa comunión, abrirse a Dios y a los demás. Ante todo, la relación con Dios (la oración cada día, la Misa del domingo) es imprescindible para descubrir en el cónyuge la imagen divina. De la misma manera, la atención a las necesidades concretas de la esposa o del esposo es imprescindible para una relación auténtica con Dios.
Observa la encíclica que el amor es divino, porque proviene de Dios y a Dios nos une, superando nuestras divisiones. Con palabras de Gustave Thibon, el amor no es contemplarse y saborearse el uno al otro, sino entregarse ambos a las mismas realidades que comprenden y rebasan los límites egoístas del yo, mediante el esfuerzo y el sacrificio. Su amor transforma a los esposos en un “nosotros” cuya fecundidad se abre a la familia y a todas las personas del mundo, especialmente los más necesitados.
El amor de los esposos es, en suma, la fuente continua, el motor y la belleza de su tarea en el mundo. Y todo lo que es fruto del amor alimenta el amor: la preocupación por los demás con detalles concretos, la coherencia entre la fe y la vida, el “estilo cristiano” del hogar, el tiempo dedicado a los hijos.
Concluyendo, el amor de los esposos está llamado a abrirse a Dios y a los demás. En esta medida puede ser un “modelo” de todo amor, al irse convirtiendo en un reflejo del amor divino. Por eso en el cristianismo el amor de los esposos lleva a rezar y adorar, alcanza la categoría de un verdadero culto a Dios. Es también un servicio eficaz a la humanidad, porque contribuye a aliviar lo que para Teresa de Calcuta era la mayor ignorancia y la mayor miseria: no saber amar.
Trabajador Católico de Houston, Vol. XXVI, No.3, mayo-junio 2006.