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El Papa Benedicto XVI interpreta al Concilio Vaticano II: Es exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo

Sin saber, el Papa Benedicto XVI ha escrito el capítulo final a nuestro articulo, “¿Que paso después de Vaticano II?” que publicamos en nuestra edición de marzo/abril del 2005 en El Trabajador Católico de Houston. Al tiempo de esta publicación, el diácono católico Tom Cornell, que ha sido Trabajador Católico por mucho tiempo, habló positivamente sobre nuestra descripción y análisis de los profundos movimientos, experiencias y estudios que prepararon el camino para el Concilio, pero él recomendó un capítulo adicional con respecto a los resultados.

Los editores somos producto del renacimiento de Vaticano II,  mucho más profundo que algunos de la decon-struccionismo del post Vaticano II, que también nosotros experimentamos y de la que éramos parte. Nosotros contamos en ese articulo anterior del entusiasmo e inspiración de aquellos envueltos en los movimientos de renovación en las décadas anteriores al Concilio, de cómo los participantes fueron animados a amar a Dios apasionadamente y a dar su vida para los pobres, y como la acción apostólica fluía de un entendimiento más profundo y su participación en la liturgia de la Iglesia. Estos movimientos vitales y las ideas y la publicación de libros que los acompañaron no reflejaban un quiebre con el pasado, sino que estaban basados en ressourcement un regreso a las fuentes, una renovación guiada por la mejor de la tradición. Cuando el Papa Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano Segundo la esperanza era que esta renovación profunda penetrara a toda la Iglesia y fluyera por el mundo.

Los años después el Concilio, por una variedad de razones que incluían lo que pasaba en la cultura secular los resultados eran mixtos. Los informes de la prensa durante el Concilio desafortunadamente destacaban más que nada los conflictos entre liberales y conservadores y esas identificaciónes y conflictos a menudo se han exacerbado en los 40 años desde el Concilio y ha pasado como renovación. Los conflictos se hicieron el foco más que los documentos del Vaticano II.

Los grupos se endurecieron sus posiciones. Algunos parecían identificarse más con las etiquetas de identificación que con su cristiandad. Los “liberales” a menudo hablaban de la justicia en el mundo y vivir en el “espíritu” del Concilio más que recurrir a los documentos mismos o estidoar los escritos de los Padres primitivos de la Iglesia o los santos. Los “conservadores,” mientras endo-saban al Magisterio, a veces parecían ignorar la enormidad de la injusticia y el estado de los pobres en el mundo a quienes nos llaman el Evangelio para responder con el amor de Cristo que veía a las multitudes y tenia compasión de ellos. Ambos grupos parecían gastar mucho tiempo y energía atacándose los unos a los otros. Lo que llegó a llamarse “catolicismo de cafetería” se desarrolló durante el pontificado de Juan XXIII con el rechazo de William Buckley y sus seguidores de la Encíclica del Papa Juan, “Mater et Magistra, Madre y Maestra.” (El famoso comentario de William Buckley fue: “Mater si, Magistra no,” que significa Madre, si, Maestra, no) y por el otro lado el estridente y confrontacional rechazo de los teólogos liberales del “Humanae Vitae” de Papa Pablo VI sobre el control de la natalidad y la teología del matrimonio.

Después vinieron otros que aunque voceaban lealtad a la Iglesia y piedad personal,  mezclaban su religión,  su política, y su economía en tal forma que la relación entre la fe y la vida en el mundo se hizo irreconocible. Las teorías de algunos católicos sobre la guerra y la economía parecían ser el antítesis del Evangelios.

Dualismo, una división entre fe y cultura, continuaba siendo el drama de los tiempos. A veces durante estos años parecía difcil encontrar a muchos que abrazaran la plenitud de la rica enseñanza de la Iglesia, aquellos que juntaban la adoración y el amor de la liturgia con trabajar para la paz y vivir el Evangelio en el mundo y aquellos que abrazaban a ambos a la Cruz y también a la Resurrección, y la ética consistente de la vida, se comprometían a construir una civilización de amor en la comunión de la Trinidad junto con el pueblo de Dios.

Sin embargo,el desarrollo de la teología de ressourcement y la Comunión, de los movimientos eclesiales, y las vidas de los santos también florecieron en las décadas después del Concilio y trajeron renovación de vida a la Iglesia.

El corazón del mensaje de Navidad del Papa Benedicto XVI a la Curia Romana (los cardenales y arzobispos que manejan las congregaciones del Vaticano y los Concilios Pontificios en Roma), fue una reflexión sobre y una interpretación de el Segundo Concilio Vaticano. En su mensaje el habló muy positivamente sobre el Concilio y se dirigió a los problemas posteriores del Concilio. El también colocó sus reflexiones en el contexto del sufrimiento y el mal en el mundo.

Peter Maurin, uno de los pensadores importantes en los años anteriores al Concilio,  habló del siglo veinte como de una nueva edad obscura; el vio el mal que se nos avecinaba, aun antes de que algunos de los peores excesos totalitarios de ese siglo salieran a la luz; e.g., el Holocausto y cientos de miles de muertos bajo Stalin. El estaba muy al tanto del sufrimiento económico de los trabajadores causado por el neoliberalismo capitalista, ya condenado por los Papas en la encíclicas de “Rerum Novarum” y “Quadragesimo Anno.”

Peter contó en sus Ensayos Fáciles de cómo los monjes (en un tiempo en que el monasticismo era muy joven) trajeron luz y conocimiento a Europa durante lo que conocemos como la Edad Obscura. Peter y Dorothy Day, como muchos otros que prepararon el camino para el Concilio, creían que era a través de la fe, a través del poder y el amor del Crucificado que la esperanza y el amor podrían ser traídos de nuevo a nuestro mundo. Dorothy Day habló a menudo de la locura de la cruz y de ver la cara de Cristo, aun  la humillada cara de Cristo, en los pobres y en los que sufren. Dorothy y Peter y todos aquellos gigantes que prepararon el camino derivaron el sustento para su trabajo en el mundo,  de la Eucaristía,  de la oración ante el  Santísimo Sacramento,  y de la celebración de algunas de las horas de la liturgia del Libro de las Horas.

El Papa Benedicto XVI introdujo su mensaje navideño con las reflexiones de Juan Pablo II en su ultimo libro “Memoria e Identidad,” en el que nos dejó una interpretación del sufrimiento que no es una teoría teológica o filosófica sino un fruto que ha madurado a lo largo de su camino personal de sufrimiento que recorrió con el apoyo de la fe en el Señor crucificado.” Benedicto nota que “Tanto al inicio como al final del ese libro, el Papa se muestra profundamente impresionado por el espectáculo del poder del mal, que en el siglo recién concluído, pudimos experimentar de modo dramático. Dice textualmente: No fue un mal en edición reducida … Fue un mal de proporciones gigantescas, un mal que ha usado las estructuras estatales mismas para llevar a cabo su funesto cometido, un mal erigido en sistema.”

La cuestión para Juan Pablo II fue, “¿El mal es invencible?¿ Es, en verdad, la última fuerza de la historia? A causa de la experiencia del mal, para el Papa Wojtyla la cuestión de la redención se había convirtido en la pregunta esencial y central de su vida y de su pensamiento como cristiano.

“¿Existe un límite contra el cual se estrella la fuerza del mal? Sí, existe, responde el Papa en ese libro, como también en su encíclica sobre la redención.”

El mensaje navideño de Benedicto XVI presenta la respuesta de Juan Pablo II a la gran pregunta que persigue a tantos: “El límite del poder del mal, la fuerza que, en última instancia, lo vence es—como él nos dice,–el sufrimiento de Dios, el sufrimiento del Hijo de Dios en la cruz: El sufrimiento del Dios crucificado no es sólo una forma de dolor entre otros … Cristo, padeciendo por todos nosotros, Cristo ha dado al sufrimiento un nuevo sentido, lo ha introducido en una nueva dimendión, en otro orden: en el orden de amor. Es el sufrimiento que destruye y consume el mal con el fuego del amor … Cristo es el Redentor del mundo: ‘Sus cicatrices nos curaron (Is: 53:5)”.

Antes de hablar directamente de sus reflexiones sobre el Concilio, Benedicto también escribió sobre la adoración, corrigiendo a la idea del post Concilio de que en alguna forma la Misa y la adoración en otros momentos del Señor Resucitado “presente en la Eucaristía con carne y su sangre, con su cuerpo y su alma, con su divinidad y su humanidad” se vieron como opuestas entre sí. El Santo Padre citó a San Agustín que dijo,“Nadie come esta carne sin antes adorarla. Pecaríamos si no la adoráramos”. Añadiendo que “Recibir la Eucaristía significa adorar a Aquel a quién recibimos … Precisamente así y sólo así, nos hacemos uno con el … en este acto personal de encuentro con el Señor qmadura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras, no sólo entre el Señor y nosotros sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos a los otros”.

El último acontecimiento de este año sobre el que quisiera reflexionar en esta ocasión es la celebración de la clausura del concilio Vaticano II hace cuarenta años. Ese recuerdo suscita la pregunta:  ¿cuál ha sido el resultado del Concilio? ¿Ha sido recibido de modo correcto? En la recepción del Concilio, ¿qué se ha hecho  bien?, ¿qué ha sido insuficiente o equivocado?, ¿qué queda aún por hacer?

Nadie puede negar que, en vastas partes de la Iglesia, la recepción del Concilio se ha realizado de un modo más bien difícil, aunque no queremos aplicar a lo que ha sucedido en estos años la descripción que hace san Basilio, el gran doctor de la Iglesia, de la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea:  la compara con una batalla naval en la oscuridad de la tempestad, diciendo entre otras cosas:  “El grito ronco de los que por la discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia, tergiversando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe…” ( De  Spiritu Sancto XXX, 77:  PG 32, 213 A;  Sch 17 bis, p. 524). No queremos aplicar precisamente esta descripción dramática a la situación del posconcilio, pero refleja algo de lo que ha acontecido.

Surge la pregunta:  ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha dado y da frutos.
Por una parte existe una interpretación que podría llamar “hermenéutica de la discon-tinuidad y de la ruptura”; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la “hermenéutica de la reforma”, de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino.

La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales, para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en los textos:  sólo esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería necesario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo reflejarían de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario tener la valentía de ir más allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra:  sería preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu.

De ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la pregunta sobre cómo se define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja espacio a cualquier arbitrariedad. Pero así se tergiversa en su raíz la naturaleza de un Concilio como tal. De esta manera, se lo considera como una especie de Asamblea Constituyente, que elimina una Constitución antigua y crea una nueva. Pero la Asamblea Constituyente necesita una autoridad que le confiera el mandato y luego una confirmación por parte de esa autoridad, es decir, del pueblo al que la Constitución debe servir.

Los padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado; por lo demás, nadie podía dárselo, porque la Constitución esencial de la Iglesia viene del Señor y nos ha sido dada para que nosotros podamos alcanzar la vida eterna y, partiendo de esta perspectiva, podamos iluminar también la vida en el tiempo y el tiempo mismo.

Los obispos, mediante el sacramento que han recibido, son fiduciarios del don del Señor. Son “administradores de los misterios de Dios” ( 1 Co 4, 1), y como tales deben ser “fieles y prudentes” (cf. Lc 12, 41-48). Eso significa que deben administrar el don del Señor de modo correcto, para que no quede oculto en algún escondrijo, sino que dé fruto y el Señor, al final, pueda decir al administrador:  “Puesto que has sido fiel en lo poco, te pondré al frente de lo mucho” (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 11-27). En estas parábolas evangélicas se manifiesta la dinámica de la fidelidad, que afecta al servicio del Señor, y en ellas también resulta evidente que en un Concilio la dinámica y la fidelidad deben ser una sola cosa.

A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma, como la presentaron primero el Papa  Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965. Aquí quisiera citar solamente las palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las que esta hermenéutica se expresa de una forma inequívoca cuando dice que el Concilio “quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin atenuaciones ni deformaciones”, y prosigue:  “Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época (…). Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado” (Concilio ecuménico Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid 1993, pp. 1094-1095).

Es claro que este esfuerzo por expresar de un modo nuevo una determinada verdad exige una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación vital con ella; asimismo, es claro que la nueva palabra sólo puede madurar si nace de una comprensión consciente de la verdad expresada y que, por otra parte, la reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En este sentido, el programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamente exigente, como es exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo. Pero donde esta interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción del Concilio, ha crecido una nueva vida y han madurado nuevos frutos. Cuarenta años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es más grande y más vivo de lo que pudiera parecer en la agitación de los años cercanos al 1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de desarrollarse lentamente, crece, y así crece también nuestra profunda gratitud por la obra realizada por el Concilio.

Pablo VI, en su discurso durante la clausura del Concilio, indicó también una motivación específica por la cual una hermenéutica de la discontinuidad podría parecer convincente. En el gran debate sobre el hombre, que caracteriza el tiempo moderno, el Concilio debía dedicarse de modo especial al tema de la antropología. Debía interrogarse sobre la relación entre la Iglesia y su fe, por una parte, y el hombre y el mundo actual, por otra (cf. ib., pp. 1173-1181). La cuestión resulta mucho más clara si en lugar del término genérico “mundo actual” elegimos otro más preciso:  el Concilio debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna.

Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la “religión dentro de la razón pura” y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines, proponién-dose tercamente hacer superflua la “hipótesis Dios”, había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se sentían representantes de la edad moderna.

Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había evolucionado. La gente se daba cuenta de que la revolución americana había ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite, impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la totalidad de la realidad.

Así, ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo.

La doctrina social católica, que se fue desarrollando progresivamente, se había convertido en un modelo importante entre el liberalismo radical y la teoría marxista del Estado. Las ciencias naturales, que sin reservas hacían profesión de su método, en el que Dios no tenía acceso, se daban cuenta cada vez con mayor claridad de que este método no abarcaba la totalidad de la realidad y, por tanto, abrían de nuevo las puertas a Dios, sabiendo que la realidad es más grande que el método naturalista y que lo que ese método puede abarcar.

Se podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían formado tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, porque, en cierta escuela, el método histórico-crítico reclamaba para sí la última palabra en la interpretación de la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado.

En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias religiones e ideologías, compor-tándose con estas religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su religión.

En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, resultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la fe de Israel.

Todos estos temas tienen un gran alcance —eran los grandes temas de la segunda parte del Concilio— y no nos es posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción.

Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma. En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes —por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia— necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro.

En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar. Por ejemplo, si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad.

Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la  convivencia  humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino  que  el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción.

El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos.

La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia.

Una Iglesia misionera, consciente de que tiene el deber de anunciar su mensaje a todos los pueblos, necesariamente debe comprometerse en favor de la libertad de la fe. Quiere transmitir el don de la verdad que existe para todos y, al mismo tiempo, asegura a los pueblos y a sus gobiernos que con ello no quiere destruir su identidad y sus culturas, sino que, al contrario, les lleva una respuesta que esperan en lo más íntimo de su ser, una respuesta con la que no se pierde la multiplicidad de las culturas, sino que se promueve la unidad entre los hombres y también la paz entre los pueblos.

El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad. La Iglesia,  tanto antes como después del Concilio,  es  la misma Iglesia una, santa, católica  y  apostólica en camino a través de los tiempos; prosigue “su peregrinación entre  las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios”, anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. Lumen gentium , 8).

Quienes esperaban que con este “sí” fundamental a la edad moderna todas las tensiones desaparecerían y la “apertura al mundo” así realizada lo transformaría todo en pura armonía, habían subestimado las tensiones interiores y también  las contradicciones de la misma  edad  moderna;  habían subestimado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que en todos los períodos de la historia y en toda situación histórica es una amenaza para el camino del hombre.
Estos peligros, con las nuevas posibilidades y con el nuevo poder del hombre sobre la materia y sobre sí mismo, no han desaparecido; al contrario, asumen nuevas dimensiones:  una mirada a la historia actual lo demuestra claramente. También en nuestro tiempo la Iglesia sigue siendo un “signo de contradicción” ( Lc 2, 34). No sin motivo el Papa Juan Pablo II, siendo aún cardenal, puso este título a los ejercicios espirituales que predicó en 1976 al Papa Pablo VI y a la Curia romana.

El Concilio no podía tener la intención de abolir esta contradicción del Evangelio con respecto a los peligros y los errores del hombre. En cambio, no cabe duda de que quería eliminar contradicciones erróneas o superfluas, para presentar al mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y pureza. El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de un modo muy impreciso se ha presentado como “apertura al mundo”, pertenece en último término al problema perenne de la relación entre la fe y la razón, que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas.

La situación que el Concilio debía afrontar se puede equiparar, sin duda, a acontecimientos de épocas anteriores. San Pedro, en su primera carta, exhortó a los cristianos a estar siempre dispuestos a dar respuesta ( apo-logía ) a quien le pidiera el logos (la razón) de su fe (cf. 1 P3, 15). Esto significaba que la fe bíblica debía entrar en discusión y en relación con la cultura griega y aprender a reconocer mediante la interpretación la línea de distinción, pero también el contacto y la afinidad entre ellos en la única razón dada por Dios.

Cuando, en el siglo XIII, mediante filósofos judíos y árabes, el pensamiento aristotélico entró en contacto con la cristiandad medieval formada en la tradición platónica, y la fe y la razón corrían el peligro de entrar en una contradicción inconciliable, fue sobre todo santo Tomás de Aquino quien medió el nuevo encuentro entre la fe y la filosofía aristotélica, poniendo así la fe en una relación positiva con la forma de razón dominante en su tiempo.

La ardua disputa entre la razón moderna y la fe cristiana que en un primer momento, con el proceso a Galileo, había comenzado de modo negativo, ciertamente atravesó muchas fases, pero con el concilio Vaticano II llegó la hora en que se requería una profunda reflexión. Desde luego, en los textos conciliares su contenido sólo está trazado en grandes líneas, pero así se determinó la dirección esencial, de forma que el diálogo entre la razón y la fe, hoy particularmente importante, ha encontrado su orientación sobre la base del Vaticano II.

Ahora, este diálogo se debe desarrollar con gran apertura mental, pero también con la claridad en el discernimiento de espíritus que el mundo, con razón, espera de nosotros precisamente en este momento. Así hoy podemos volver con gratitud nuestra mirada al concilio Vaticano II:  si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia.

Copyright 2005 Libreria Editrice Vaticana

Trabajador Católico de Houston, Vol. XXVI, No.2, marzo-abril 2006.