Jacobo fue un Trabajador Católico en Houston recientemente. El estudiará medicina en el otoño.
El salón de empleos en la Casa Juan Diego está situado junto a las líneas del ferrocarril. Varias veces durante las mañanas un largo tren estremece el local, resonando su silbato como un saludo y como una advertencia, interrumpiendo el tráfico y despertando el vecindario. En mi primer día, yo me pasé a escondidas hacia el húmedo aire de afuera para contar los carros, acordándome como mi padre se sentaba al lado de mi cama en las noches y escuchaba conmigo los silbatos del tren hasta que me quedaba dormido. Para gran sorpresa mía, varios huéspedes ambulaban hacia afuera también, haciendo un descanso de su temprana televisión matutina. Ellos se quedaban mirando calladamente a los rieles con sus mentes en otras cosas. Yo me preguntaba si sus padres habían utilizado a los trenes para hacerlos dormir.
Parece como que la mayoría de los inmigrantes que yo conocería vinieron a los Estados Unidos en tren. Jose Luis por ejemplo, llegó a la Casa Juan Diego no mucho después que yo. En su viaje desde Honduras, el perdió una de sus piernas. El se resbaló tratando de saltar en un tren que estaba saliendo de la estación. A los 23 años pasó varios meses en un hospital mexicano mientras se sanaba de su amputación, y regreso de nuevo a los rieles en cuanto fue dado de alta.
José Luis llegó donde nosotros traumatizado, manteniéndose callado en la casa y desper-tándose en las horas nocturnas. El no había hablado con su familia desde que perdió la pierna – él no sabía lo que los pudo decir. Era como si hubiese presenciado los horrores de guerra.
En el día que recibió su prótesis, yo le traje una tarjeta telefónica para que llamara su casa. El lloró, y al día siguiente desapareció.
Me asombra lo que la gente aguanta para llegar a donde yo he nacido. Llegar, por su puesto, es solo el inicio. El trabajo en una tierra extraña es dura para un joven fuerte, y vemos muy claramente la vulnerabilidad que viene con el ser “ilegal” cuando el trabajador está herido.
Roney, otro huésped, perdió ambas piernas en el tren. El ya estaba instalado en Houston y estaba enviando varios cientos de dólares al mes a su joven esposa y sus cinco hijos. Una mañana, mientras estaba caminando a trabajar por los rieles del tren, a menos de dos kilómetros de la Casa Juan Diego, un tren lo golpeó por atrás. Su hermano nos lo trajo en una silla de ruedas un mes después, su cuerpo y sus sueños quebrados.
Gracias a Dios que la Casa Juan Diego le pudo comprar nuevas piernas a Roney, aun hoy día, los cojos de Dios caminan. La terapia fue dolorosa al principio – imagínese arrodillado en zancos – y Roney empezó a perder la fe. Entonces su mujer llamó un día desde Honduras diciendo que su hija menor estaba enferma. No había dinero para el doctor. Otro huésped le sugirió que fuera al mercado de pulgas a mendigar. Roney, ofendido, se ajustó sus nuevas piernas y se fue a practicar trepando escaleras.
La vez siguiente que lo llevé a la terapia, él me contó de su recién encontrada motivación. “Me voy de regreso a Honduras en octubre,” me dijo. “Yo quiero trabajar en mi campo de café.” Ahora, después de un mes de terapia, Roney se ajusta sus piernas y pantalones y camina como un hombre sano. Para su gran alegría el podrá trabajar pronto nuevamente.
La situación de Roney no sola-mente pasa por causalidad. Las olas de inmigrantes que buscan refugio en los Estados Unidos están escapando un pecado estructural, un sistema de imperialismo económico global cuya riqueza no “gotea” con la suficiente rapidez. Roney no vino a Texas a buscar aventuras o la buena vida. El vino porque su granja de café no podía producir suficiente ingreso para alimentar a sus hijos y enviarlos a la escuela.
Los seguidores del Evangelio de Cristo tienen la responsa-bilidad de servir a estos sirvientes. Los hambrientos deben ser alimentados, los sedientos ser saciados, y los extranjeros deben ser bien-venidos porque Jesús llamó bienaventurados, los desnudos deben ser vestidos, los enfermos cuidados y los “ilegales” acom-pañados porque algún día el reino será de ellos. Este es el trabajo que he encontrado en la Casa Juan Diego.
José Luis y yo pasamos muchas horas quietas juntos. Cuando hicimos nuestros viajes a la clínica de prótesis, me preocupé en hacerlo sentirse cómodo. Siempre parecía estar con los nervios de punta, sospechoso e impaciente.
Todo lo que quería era trabajar como lo hizo antes de salir de su casa, antes de que perdiera la pierna. Mis preguntas y mis cuentos fueron respondidos con no más que una asentir o un gruñido, y yo permanecí frus-trado por no poder alcanzarlo. El día que obtuvo su pierna fue el único día que lo ví feliz.
La mañana que se fue lo alcancé cuando cojeaba por la calle, esforzándose por caminar en sus nuevas piernas con sus pocas pertenencias en un saco sobre el hombro. “¿Dónde vas?” le pregunté. “A buscar trabajo,” me contestó, mirando a sus pies. Yo le explique lo importante que era esperar, por lo menos una semana más, hasta que apren-diera a caminar bien. El entró al carro y yo lo llevé a casa, pero cuando regresé a mediodía para verlo él ya se había ido. Yo regresé a casa, defraudado por mi falta de habilidad en dar esperanza a alguien que la había perdido.
Constantemente me he sentido en la Casa Juan Diego que no hago lo suficiente. El trabajo abunda, pero viendo los resul-tados a menudo toma más fe de la que puedo acopiar. Me acuesto cansado y frustrado. Yo rezo para que pueda encontrar la misma energia para este trabajo que nuestros huéspedes vierten en la suya.
Cuando fue el Miércoles de Ceniza, yo quedé consolado al recordar que soy ceniza y en ceniza me debo convertir. Lo mismo es verdad de Roney y José Luis, todos nosotros somos pilas de ceniza infundidos por el Espíritu Santo. Es suficiente que podamos poner pocos rieles para el Reino que vendrá. Dios hará girar el planeta mucho después que hayamos terminado de respirar sus aires, y el trabajo continuará.
“Somos profetas de un futuro que no es nuestro,” prometió Monseñor Romero de El Salvador. El tren vendrá, aun si no estamos despiertos para escucharlo. Al final del día, entonces, lo mejor que puedo hacer es arrastrarme a la cama, apagar las luces y mantenerme quieto, escuchando esperanzado por su bajo silbato.
Trabajador Católico de Houston, Vol. XXV, No. 5, julio-agosto 2005.