EL FENÓMENO MIGRATORIO HOY
Este es un extracto del documento, Erga migrantes caritas Christi, publicado en 2004 por el Pontificio Consejo para la Pastoral de los emigrantes e itinerantes. Este documento “pretende actualizar – teniendo en cuenta los nuevos flujos migratorios y sus características – la pastoral migratoria, transcurridos, por lo demás, treinta y cinco años después de la publicación del Moto proprio del Papa Pablo VI Pastoralis migratorum cura y de la relativa Instrucción de la Sagrada Congregación para los Obispos De pastorali migra–torium cura (“Nemo est”).
El desafío de la movilidad humana
1. La caridad de Cristo hacia los emigrantes nos estimula (cfr. 2Cor 5,14) a afrontar nuevamente sus problemas, que ahora ya conciernen al mundo entero. En efecto, casi todos los países, por un motivo u otro, se enfrentan hoy con la irrupción del fenómeno de las migraciones en la vida social, económica, política y religiosa, un fenómeno que va adquiriendo, cada vez más, una configuración permanente y estructural. Determinado muchas veces por la libre decisión de las personas, y motivado con bastante fre-cuencia también por objetivos culturales, técnicos y científicos, además de económicos, este fenómeno es, por lo demás, un signo elocuente de los desequilibrios sociales, eco-nómicos y demográficos, tanto a nivel regional como mundial, que impulsan a emigrar.
Dicho fenómeno tiene también sus raíces en el nacionalismo exacerbado y, en muchos países, incluso en el odio o la marginación sistemática o violenta de las poblaciones minoritarias o de los creyentes de religiones no mayoritarias, en los conflictos civiles, políticos, étnicos y también religiosos que ensangrientan todos los continentes. De ellos se alimentan oleadas crecientes de refugiados y prófugos, que a menudo se mezclan con los flujos migratorios, repercutiendo en sociedades donde se entrecruzan etnias, pueblos, lenguas y culturas distintas, con el peligro de enfrentamientos y choques.
2. Las migraciones, sin embargo, favorecen el conocimiento recíproco y son una ocasión de diálogo y comunión, e incluso de integración en distintos niveles, como lo afirmaba de manera emblemática el Papa Juan Pablo II en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2001: “Son muchas las civilizaciones que se han desarrollado y enriquecido precisamente por las aportaciones de la inmigración. En otros casos, las diferencias culturales de autóctonos e inmigrantes no se han integrado, sino que han mostrado la capacidad de convivir, a través del respeto recíproco de las personas y de la aceptación o tolerancia de las diferentes costumbres”.
3. Las migraciones con-temporáneas nos sitúan, pues, ante un desafío, que ciertamente no es nada fácil, por su relación con las esferas económica, social, política, sanitaria, cultural y de seguridad. Se trata de un desafío al que todos los cristianos deben responder, más allá de la buena voluntad y el carisma personal de algunos. En todo caso, no podemos olvidar la respuesta generosa de muchos hombres y mujeres, de asociaciones y organizaciones que, ante el sufrimiento de tantas personas causado por la emigración, luchan en favor de los derechos de los emigrantes, ya sean forzosos o no, y en su defensa. Ese empeño es fruto, especialmente, de aquella compasión de Jesús, Buen Samaritano, que el Espíritu suscita en todas partes, en el corazón de los hombres de buena voluntad, además de despertarla en la misma Iglesia, donde “revive una vez más el misterio de su Divino Fundador, misterio de vida y de muerte”. De hecho, la tarea de anunciar la Palabra de Dios, que el Señor confió a la Iglesia, desde el inicio se ha entrelazado con la historia de la emigración de los cristianos.
Por tanto, hemos pensado en esta Instrucción, que se propone responder, sobre todo, a las nuevas necesidades espirituales y pastorales de los emigrantes, y transformar siempre más la experiencia migratoria en instrumento de diálogo y de anuncio del mensaje cristiano. Este documento, además, aspira a satisfacer algunas exigencias importantes y actuales. Nos referimos a la necesidad de tener en debida cuenta la nueva normativa de los dos Códigos Canónicos vigentes, latino y oriental, respondiendo también a las exigencias particulares de los fieles emigrados de las Iglesias Orientales Católicas, cada vez más numerosos. Existe, además, la necesidad de una visión ecuménica del fenómeno, debido a la presencia, en los flujos migratorios, de cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia Católica, así como de una visión interreligiosa, a causa del número siempre mayor de emigrantes de otras religiones, en particular de religión musulmana. Habrá que promover, en fin, una pastoral abierta a nuevas perspectivas en nuestras mismas estructuras pastorales que garantice, al mismo tiempo, la comunión entre los agentes de esta pastoral específica y la jerarquía local.
Migraciones internacionales
4. El fenómeno migratorio cada vez más amplio, constituye hoy un importante elemento de la interdependencia creciente entre los estados-nación, que contribuye a definir el evento de la globalización, que ha abierto los mercados pero no las fronteras, ha derrumbado las barreras a la libre circulación de la información y de los capitales, pero no lo ha hecho en la misma medida con las de la libre circulación de las personas. Y sin embargo, ningún estado puede sustraerse a las consecuencias de alguna forma de migración, a menudo extremamente vinculada a factores negativos, como el retroceso demográfico que se da en los países industrializados desde antiguo, el aumento de las desigualdades entre el norte y el sur del mundo, la existencia en los intercambios internacionales de barreras de protección que impiden que los países emergentes puedan colocar sus propios productos, en con-diciones competitivas, en los mercados de los países occidentales y, en fin, la proliferación de conflictos y guerras civiles. Todas estas realidades seguirán siendo, también en los años venideros, otros tantos factores de estímulo y expansión de los flujos migratorios (Cfr. EEu 87, 115 y PaG 67), si bien la irrupción del terrorismo en la escena inter-nacional provocará reacciones, por motivos de seguridad, que pondrán trabas al movimiento de los emigrantes que sueñan con encontrar trabajo y seguridad en los países del así llamado bienestar, y que, por lo demás, están necesitados de mano de obra.
5. No sorprende, pues, que los flujos migratorios hayan producido y produzcan innumerables desazones y sufrimientos a los emigrantes, a pesar de que, sobre todo en la historia más reciente y en circunstancias determinadas, se les animaba y favorecía para fomentar el desarrollo económico, tanto del país receptor como de su propio país de origen (sobre todo con los envíos de dinero de los inmigrantes). Muchas naciones, en verdad, no serían como las vemos hoy, si no hubieran contado con la aportación de millones de inmigrados.
De forma especial, este sufrimiento alcanza a la emigración de los núcleos familiares y a la femenina, siempre más numerosa. Contratadas con frecuencia como trabajadoras no cualificadas (trabajadoras domésticas) y empleadas en el trabajo irregular, las mujeres se ven, a menudo, despojadas de los derechos humanos y sindicales más elementales, cuando no caen víctimas del triste fenómeno conocido como “tráfico humano”, que ya no exime ni siquiera a los niños. Es un nuevo capítulo de la esclavitud.
Incluso cuando no se llega a estos extremos, hay que insistir en que los trabajadores extranjeros no pueden ser considerados como una mercancía, o como mera fuerza de trabajo, y que, por tanto, no deben ser tratados como un factor de producción cualquiera. Todo emigrante goza de derechos fundamentales in-alienables que deben ser respetados en cualquier situación. La aportación de los inmigrantes a la economía del país receptor va ligada, en realidad, a la posibilidad de utilizar plenamente su inteli-gencia y habilidades, en el desarrollo de su propia actividad.
6. A este respecto, la Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores emigrantes y los miembros de sus familias – en vigor desde el 1 de julio de 2003 y cuya ratificación fue vivamente recomendada por Juan Pablo II – ofrece un compendio de derechos que permiten al inmigrante aportar dicha contribución; por consiguiente, lo que está previsto en la Convención merece la adhesión, especialmente de los estados que reciben mayores beneficios de la migración. Con tal fin, la Iglesia anima a la ratificación de los instrumentos legales inter-nacionales que garantizan los derechos de los emigrantes, de los refugiados y de sus familias, proporcionando también, a través de sus diversas instituciones y asociaciones competentes, esa labor de intermediario (“advocacy”) que cada vez se hace más necesaria (centros de atención para los inmigrantes, casas abiertas para ellos, oficinas de servicios humanitarios, de documentación y “asesoramiento”, etc.). En efecto, los emigrantes son a menudo víctimas del reclutamiento ilegal y de contratos precarios, en condiciones miserables de trabajo y de vida, y sufriendo abusos físicos, verbales e incluso sexuales, ocupados durante largas horas de trabajo y, con frecuencia, sin acceso a los beneficios de la atención médica y a las formas normales de aseguración.
Esa situación de inseguridad de tantos extranjeros, que tendría que despertar la solidaridad de todos, es, en cambio, causa de temores y miedos en muchas personas que sienten a los inmigrados como un peso, los miran con recelo y los consideran incluso un peligro y una amenaza. Lo que provoca con frecuencia mani-festaciones de intolerancia, xenofobia y racismo.
7. La creciente presencia musulmana, así como, por lo demás, la de otras religiones, en países con una población tradicionalmente de mayoría cristiana, se coloca, en fin, en el capítulo más amplio y complejo del encuentro entre culturas distintas y del diálogo entre las religiones. Existe, de cualquier modo, una numerosa presencia cristiana en algunas naciones con una población, en su gran mayoría, musulmana.
Ante un fenómeno migratorio tan generalizado, y con aspectos profundamente distintos re-specto al pasado, de poco servirían políticas limitadas únicamente al ámbito nacional. Ningún país puede pensar hoy en solucionar por sí solo los problemas migratorios. Más ineficaces aún resultarían las políticas meramente restrictivas que, a su vez, producirían efectos todavía más negativos, con el peligro de aumentar las entradas ilegales e incluso de favorecer la actividad de organizaciones criminales.
8. Así pues, desde una reflexión global, las migraciones internacionales, son con-sideradas como un importante elemento estructural de la realidad social, económica y política del mundo con-temporáneo, y su consistencia numérica hace necesaria una más estrecha colaboración entre países emisores y receptores, además de normativas adecuadas, capaces de armoni-zar las distintas disposiciones legislativas. Todo ello, con el fin de salvaguardar las exigencias y los derechos, tanto de las personas y de las familias emigradas, como de las sociedades de llegada de los mismos.
El fenómeno migratorio, sin embargo, plantea, contem-poráneamente, un auténtico problema ético: la búsqueda de un nuevo orden económico internacional para lograr una distribución más equitativa de los bienes de la tierra, que contribuiría bastante a reducir y moderar los flujos de una parte numerosa de los pueblos en situación precaria. De ahí también la necesidad de un trabajo más incisivo para crear sistemas educativos y pastorales con vistas a una formación a la “dimensión mundial”, es decir, una nueva visión de la comunidad mundial considerada como una familia de pueblos a la que, finalmente, están destinados los bienes de la tierra, desde una perspectiva del bien común universal.
9. Las migraciones actuales, además, plantean a los cristianos nuevos compromisos de evangelización y de solidaridad, llamándolos a profundizar en esos valores, compartidos tam-bién por otros grupos religiosos o civiles, absoluta-mente indispensables para garantizar una convivencia armoniosa. El paso de sociedades mono-culturales a sociedades multiculturales puede revelarse como un signo de la viva presencia de Dios en la historia y en la comunidad de los hombres, porque presenta una oportunidad providencial para realizar el plan de Dios de una comunión universal.
El nuevo contexto histórico se caracteriza, de hecho, por los mil rostros del otro; y la diversidad, contrariamente al pasado, se vuelve algo común en muchísimos países. Los cristianos están llamados, por consiguiente, a testimoniar y a practicar, además del espíritu de tolerancia, – que es un enorme logro político, cultural y, desde luego, religioso – el respeto por la identidad del otro, estableciendo, donde sea posible y conveniente, procesos de coparticipación con personas de origen y cultura diferentes, con vistas también a un “respetuoso anuncio” de la propia fe. Estamos todos llamados, por tanto, a la cultura de la solidaridad, tan ardientemente invocada por el Magisterio, para llegar juntos a una auténtica comunión de personas. Es el camino, nada fácil, que la Iglesia invita a recorrer.
Migraciones internas
10. En estos últimos tiempos, también han aumentado notablemente las migraciones internas en varios países, tanto voluntarias, por ejemplo, del campo a las grandes ciudades, como forzosas; en este caso, se trata de los desplazados, de los que huyen del terrorismo, de la violencia y del narcotráfico, sobre todo en África y América Latina. Se calcula, en efecto, que, a escala mundial, la mayor parte de los emigrantes se mueve dentro de la propia nación, incluso con ritmos estacionales.
El fenómeno de dicha movilidad, en general aban-donada a sí misma, ha fomentado el desarrollo rápido y desordenado de centros urbanos sin condiciones para recibir masas humanas tan grandes, y ha alimentado la formación de periferias urbanas donde las condiciones de vida son precarias social y moralmente. Esta situación obliga a los emigrantes a instalarse en ambientes con características profundamente distintas de las del lugar de origen, creando notables dificultades humanas y grandes peligros de desarraigo social, con graves consecuencias para las tradiciones religiosas y culturales de las poblaciones.
Y a pesar de todo, las migraciones internas despiertan grandes esperanzas, a menudo ilusorias e infundadas, en millones de personas, arrancándolas, sin embargo, de los afectos familiares y dirigiéndolas a regiones distintas por el clima y las costumbres, aunque con frecuencia lin-güísticamente homogéneas. Si más adelante regresan a su lugar de origen, lo hacen con otra mentalidad y con estilos de vida diversos, y no pocas veces con otra visión del mundo, o religiosa, y con actitudes morales distintas. También estas situaciones representan desafíos para la acción pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra.
11. En este campo, por consiguiente, la realidad actual exige también, a los agentes pastorales y a las comunidades receptoras, en una palabra, a la Iglesia, una diligente atención hacia las personas de la movilidad y a sus exigencias de solidaridad y fraternidad. También a través de las migraciones internas, el Espíritu lanza, con toda claridad y urgencia, el llamamiento a un renovado y firme compromiso de evangelización y de caridad mediante formas articuladas de acogida y de acción pastoral, constantes y capilares, lo más adecuadas posible a la realidad y que respondan a las necesidades concretas y específicas de los mismos emigrantes.
LAS MIGRACIONES, SIGNO DE LOS TIEMPOS Y SOLICITUD DE LA IGLESIA
Visión de fe del fenómeno migratorio
12. La Iglesia ha contemplado siempre en los emigrantes la imagen de Cristo que dijo: “era forastero, y me hospedasteis” (Mt 25,35). Para ella sus vicisitudes son interpelación a la fe y al amor de los creyentes, llamados, de este modo, a sanar los males que surgen de las migraciones y a descubrir el designio que Dios realiza a través suyo, incluso si nacen de injusticias evidentes.
Las migraciones, al acercar entre sí los múltiples elementos que componen la familia humana, tienden, en efecto, a la construcción de un cuerpo social siempre más amplio y variado, casi como una prolongación de ese encuentro de pueblos y razas que, gracias al don del Espíritu en Pentecostés, se transformó en fraternidad eclesial.
Si, por un lado, los sufrimientos que acompañan las migraciones son – de hecho – la expresión de los dolores de parto de una nueva humanidad, por el otro, las desigualdades y los desequilibrios, de los que ellas son consecuencia y manifestación, muestran la laceración introducida en la familia humana por el pecado y constituyen, por tanto, un doloroso llamamiento a la verdadera fraternidad.
13. Esta visión nos lleva a relacionar las migraciones con los eventos bíblicos que marcan las etapas del arduo camino de la humanidad hacia el nacimiento de un pueblo, por encima de discriminaciones y fronteras, depositario del don de Dios para todos los pueblos y abierto a la vocación eterna del hombre. Es decir, la fe percibe en ellas el camino de los Patriarcas que, sostenidos por la Promesa, anhelaban la Patria futura, y el de los Hebreos que fueron liberados de la esclavitud con el paso del Mar Rojo, con el éxodo que da origen al Pueblo de la Alianza. La fe siempre encuentra en las migraciones, en cierto sentido, el exilio que sitúa al hombre ante la relatividad de toda meta alcanzada y de nuevo descubre en ellas el mensaje universal de los Profetas. Éstos denuncian como contrarias al designio de Dios las discriminaciones, las opresiones, las deportaciones, las disper-siones y las persecuciones, y las toman como punto de partida para anunciar la salvación para todos los hombres, dando testimonio de que incluso en la sucesión caótica y contradictoria de los acontecimientos humanos, Dios sigue tejiendo su plan de salvación hasta la completa recapitulación del universo en Cristo (cfr. Ef 1,10).
Migraciones e historia de la salvación
14. Por tanto, podemos considerar el actual fenómeno migratorio como un “signo de los tiempos” muy importante, un desafío a descubrir y valorizar en la construcción de una humanidad renovada y en el anuncio del Evangelio de la paz.
La Sagrada Escritura nos propone el sentido de todas las cosas. Israel tomó su origen de Abraham, que obediente a la voz de Dios, salió de su tierra y se fue a un país extranjero, llevando consigo la promesa divina de que iba a ser “padre de un gran pueblo” (Gn 12,1-2). Jacob, de “arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció allí como un forastero con unas pocas personas, se convirtió luego en una nación grande, fuerte y numerosa” (Dt 26,5). Israel recibió la solemne investidura de “Pueblo de Dios” después de la larga esclavitud en Egipto, durante los cuarenta años de “éxodo” a través del desierto. La dura prueba de las migraciones y deportaciones es, pues, fundamental en la historia del Pueblo elegido en vista de la salvación de todos los pueblos: así sucede al regreso del exilio (cfr. Is 42, 6-7; 49,5). Con esa memoria, se siente fortalecido en la confianza en Dios, incluso en los momentos más oscuros de su historia (Sal 105 [104], 12-15; 106 [105], 45-47). En la Ley, además, se llega a dar, para las relaciones con el extranjero que reside en el país, la misma orden impartida para las relaciones con “los hijos de tu pueblo” (Lv 19,18), es decir, “lo amarás como a ti mismo” (Lv 19,34).
Cristo “extranjero” y María icono vivo de la mujer emigrante
15 El cristiano contempla en el extranjero, más que al prójimo, el rostro mismo de Cristo, nacido en un pesebre y que, como extranjero, huye a Egipto, asumiendo y compendiando en sí mismo esta fundamental experiencia de su pueblo (cfr. Mt 2,13ss.). Nacido fuera de su tierra y procedente de fuera de la Patria (cfr, Lc 2,4-7), “habitó entre nosotros” (Jn 1,11.14), y pasó su vida pública como itinerante, recorriendo “pueblos y aldeas” (cfr. Lc 13,22; Mt 9,35). Ya resucitado, pero todavía extranjero y descono-cido, se apareció en el camino de Emaús a dos de sus discípulos que lo reconocieron solamente al partir el pan (cfr. Lc 24,35). Los cristianos siguen, pues, las huellas de un viandante que “no tiene donde reclinar la cabeza (Mt 8,20; Lc 9,58)”.
María, la Madre de Jesús, siguiendo esta línea de consideraciones, se puede contemplar también como icono viviente de la mujer emigrante. Da a la luz a su hijo lejos de casa (cfr. Lc 2,1-7) y se ve obligada a huir a Egipto (cfr. Mt 2,13-14). La devoción popular considera justamente a María como Virgen del camino.
La Iglesia de Pentecostés
16. Contemplando ahora a la Iglesia, vemos que nace de Pentecostés, cumplimiento del misterio pascual y evento eficaz, y también simbólico, del encuentro entre pueblos. Pablo puede, así, exclamar: “En este orden nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres” (Col 3,11). En efecto, Cristo ha hecho de los dos pueblos “una sola cosa, derribando con su cuerpo el muro que los separaba” (Ef 2,14).
Por otra parte, seguir a Cristo significa ir tras Él y estar de paso en el mundo, porque “no tenemos aquí ciudad permanente” (Heb 13,14). El creyente es siempre un pároikos, un residente temporal, un huésped, dondequiera que se encuentre (cfr. 1Pe 1,1; 2,11; Jn 17,14-16). Por eso, para los cristianos su propia situación geográfica en el mundo no es tan importante y el sentido de la hospitalidad les es connatural. Los Apóstoles insisten en este punto (cfr. Rom 12,13; Heb 13,2; 1Pe 4,9; 3Jn 5) y las Cartas pastorales lo recomiendan en particular al episkopos (cfr. 1Tim 3,2 y Tit 1,8). Así en la Iglesia primitiva, la hospitalidad era la costumbre con que los cristianos respondían a las necesidades de los misioneros itinerantes, jefes religiosos exiliados o de paso, y personas pobres de las distintas comunidades.
17. Los extranjeros son, además, signo visible y recuerdo eficaz de ese universalismo que es un elemento constitutivo de la Iglesia católica. Una “visión” de Isaías lo anunciaba: “Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes … Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos” (Is 2,2). En el Evangelio, Jesús mismo lo predice: “Vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur, y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios” (Lc 13,29); y en el Apocalipsis se contempla “una muchedumbre inmensa … de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7,9). La Iglesia se encuentra, ahora, en el arduo camino hacia esa meta final, y de esta muchedumbre, las migraciones pueden ser como una llamada y prefiguración del encuentro final de toda la humanidad con Dios y en Dios.
18. El camino de los emigrantes puede transformarse, de este modo, en signo vivo de una vocación eterna, impulso continuo hacia esa esperanza que, al indicar un futuro más allá del mundo presente, insiste en su transformación en la caridad y en la superación escatológica. Las peculiaridades de los emigrantes se vuelven llama-miento a la fraternidad de Pentecostés, donde las diferencias se ven armonizadas por el Espíritu y la caridad se hace auténtica en la aceptación del otro. Las vicisitudes migratorias pueden ser, pues, anuncio del misterio pascual, por el que la muerte y la resurrección tienden a la creación de la humanidad nueva, en la que ya no hay ni esclavos ni extranjeros (cfr. Gal 3,28).
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Trabajador Católico de Houston, Vol. XXV, No. 1, enero-feb. 2005.