La evaluación cristiana de hostilidad armada esta a veces reducida a un conjunto de criterios doctrinales pretendiendo de resumir los aspectos morales significativos de la guerra. Una alternativa igual de acercamiento sagrado es la apelación a una penetrante maldad humana tan tóxica como irremediable para infectar la estructura de existencia humana con el derramamiento de sangre y la matanza. Pero ni la doctrina de la guerra justa ni la noción del pecado original, tomados juntos o separados, trae al enfoque la persona o la misión de Cristo. Y es de la enseñanza de que Cristo es el unificador y reconciliador del mundo que los cristianos deducen los aspectos importantes de su entendimiento de la guerra.
Cristo vino a recoger y reunir a los miembros dispersados de la especie humana en una plenitud singular de veneración de ángeles y del genero humano. La promesa al ladrón arrepentido removió la hostilidad entre la tierra, el lugar histórico de la tragedia de la guerra, y la paz sin fin de el paraíso. Cristo destruyó la “pared de separación” el símbolo Paulino para las numerosas fuerzas que conducen a los humanos a apartarse en odio, envidia y destrucción mutua. Es verdad que la naturaleza humana continúa manifestando una inclinación inquietante a la desunión y el conflicto. Esta inclinación, sin embargo, ha sido expuesta ahora a la gracia salvifica de Cristo.
Los estados persiguen las guerras bajo un postulado de legitimidad de decisiones de política tomados libremente. Una suposición de la política que es adoptada frecuentemente afirma la necesidad recurrente de la guerra como un rasgo distintivo de la diferenciación continuada de la vida del espíritu humano. Bajo la equivocada lógica de esta premisa asumida, la guerra es asignada no solo como el instrumento primario de seguridad internacional sino también como una fuerza fundamental del avance sanguinario de la humanidad a través de la historia hasta su final último. La guerra, en consecuencia, se convierte en un instrumento normativo de racionalización del mundo.
Ahora la tesis de que la guerra es normativa, ambas en la política y en el despliegue del espíritu humano, tiene una significación teológica muy vasta. Porque esa tesis por implicación confiere al estado con el poder permanente de identificar y definir dentro del timepo grupos de seres humanos con quienes la reconciliación es en principio estimada imposible. La guerra es emprendida contra tales personas en el interés exclusivo de otros individuos que están, presumiblemente, destinados a ser los únicos triunfantes en el sangriento curso de la historia humana.
Este entendimiento de la guerra es inconsistente con las enseñanzas de la cristiandad sobre la misión unificadora de Cristo. Pues Cristo ha venido a forjar una sola plenitud de ángeles y seres humanos que adoraría a Dios en espíritu y en verdad. La victoria a través de la cual esta plenitud es obtenida es la meta de la historia. Ahora ninguno que viva en el tiempo es inelegible a estar contado entre los devotos de Dios, ninguno es inelegible a compartir los frutos de la victoria escatológica de la justicia de Dios. El establecimiento de definir los limites de la plenitud es un trabajo, no de tiempo, sino de eternidad, y que salta de una Sabiduría eterna los decretos cuya equidad solo serán revelados al fin de la historia. De lo contrario el número de aquellos que estén victoriosos con Dios al final de los tiempos es solo conocido por el creador. Esta verdad es inconsistente con la visión que, tomando el recurso de la guerra, el estado esta empleando los instrumentos normativos para escoger los victoriosos de la historia. Es más bien el caso que el número de los victoriosos en la historia, congregados en la plenitud de adoradores, en las exclusivas manos de Dios.
El Mito de la Negación Violenta como la forma racional de la Civilización.
Dos siglos de debates sobre asuntos de guerra y paz han intentado justificar la racionalidad normativa de la guerra. Este concepto profundamente defectuoso es pertinente en este momento porque ha aparecido pro-minentemente en las recientes discusiones de política inter-nacional (ver Scott McConnell, “Among the Neo-cons,” en el American Conservative, 23 de abril de 2003, pp. 7-11); y para la más directa conexión católica, vea Franklin Foer, “Is Bush Catholic? en The New Republic, 5 de junio del 2000; para la tendencia general en progreso aquí, vea J.P. Diggins, The Rise and Fall of the American Left, 1992, pp. 203-206 y 357). Hegel, al principio del debate, vio a la guerra en función de su posición sobre la razón humana cuyo avance, el mantenía, combinaba la saga por una comprensión racional con el sangriento dialogo de que esta compuesta la historia. La obscuridad inicial de la mente puede ser superada solo a través de la búsqueda para conocer que incluye la autodestrucción, y la autonegación. Esta dislocación cognitiva y su inherente con-flicto fueron, para Hegel, la esencia del pecado. Así, el pecado de Adán debería, como lo puso, el “ser puesto en la cúspide de la ciencia de la lógica, que trata del cono-cimiento, porque en ese pecado [lo que él llama el ‘mito’] es el conocimiento el que esta en juego …”Conflicto, oposición, y negación, están colocadas en el manantial primario de la historia humana, constituyendo el emblema de forma racional de la civilización. En este contexto, la guerra se convierte en una condición normativa de ética total. “La guerra es la significación mas alta.” Escribe Hegel, que por su agencia la salud ética de las personas es preservada … La corrupción de las naciones seria el producto de la paz prolongada” (Foundations of the Philosophy of Right, #324).
El militarismo filosófico de Hegel atrajo la atención de un número de comentadores del siglo XX que vieron a Hegel desde la perspectiva de la filosofía de Karl Marx. Tal vez el más visible de estos escritores fue George Lukacs, autor de Historia y Conciencia de Clase (1923, 1968). Lukacs enseñaba que el proletariado emancipará al genero humano negando progresivamente a todo el sistema de las relaciones sociales económicas capitalistas. Lukacs quedó impresionado por lo que él tomó como el éxito de la dictadura Bolchevique de Rusia. La negación del capitalismo emprendido por el régimen Estalinista parecía realmente abrir nuevas posi-bilidades de racionalidad y justicia. La ascendencia de Estalin sobre Trotsky, concluyó rápidamente Lukacs, fue la encarnación de la razón histórica del mundo. Terror, por supuesto, era un ingrediente esencial de la negación socialista de las estructuras capitalistas. En consecuencia. Lukacs estaba listo para defender el terror como un instrumento primario de la extensión de la regla de la razón a través del mundo.
Solo un poco menos influyente que Lukacs fue Alexander Koiève, cuyas conferencias Parisinas sobre Hegel ayudaron a formar a una generación de intelectuales franceses. Koiève, como Lukacs, tomó de Hegel su énfasis histórica en el rol de la negación en el avance del espíritu. Diferente de Likacs, él mantuvo que la historia del espíritu terminaría en el triunfo de lo que Francis Fukuyama ha llamado un universal y homogeneo capitalismo (The End of History and the Last Man, 1992, p. 245). Aun después del establecimiento del orden capitalista triunfante, Koiève enseñó, el dominante estado capitalista universal tendrá que mantenerse a sí mismo a través de la violencia y el terror represivo. El sitio dominante de este mundo mantenido violenta-mente, Koiève mantuvo, seria EUA.
La creencia en la emancipación a través de la negación alcanzó una momentánea sima en el levantamiento general que se realizó en Francia en la primavera y el verano de 1968. Graffiti en la superficie antigua de la Sorbone proclamaba la esencia práctica del mito:“Pour tout ce qui est contre. Contre tout ce qui est pour” (Por todo lo que está en contra. Contra todo lo que es en favor). Trabajajando aquí, uno podría argüir, había un generoso esfuerzo para conquistar las injusticias de la historia por medio de escalar dosis de ingenuidad destructiva. El Tirano Universal de Koiève, un solo imperio mantenido por el terror, seria el paradigma de estas aventuras en violencia al servicio de la así llamada justicia. Considere el reverso del capitalismo triunfante de Koiève, sin embargo. El mantenimiento del superestado casi inevitablemente generaría una verdadera cultura de tecnología militar en el mercado internacional. Amamento y guerra debería presumiblemente socavar la prosperidad del ran imperio y de las naciones que existieran bajo su sombra. El potencial de este escenario para la injusticia, incluyendo su tolerancia hacia la destrucción masiva de la vida humana, es tan perturbador como obvio.
Libertad en el Ejercicio del Poder Político
La creencia en el poder de lo inevitable de la negación histórica es defendido periódica-mente por las dominantes camarillas deoló-gicas. Pasa que, en función de las decisiones predicadas en esta creencia, los estados se comprometen en actos de violencia preventiva y punitiva. El atribuir estas decisiones y la responsabilidad resultante, exclusivamente a estas ideólogos y sus constituyentes parecería reducir seriamente la significación moral – la culpabilidad – de las acciones del estado. ¨ Puede entonces el estado, por lo tanto, reclamar la neutralidad moral cuando se compromete en actos de violencia bajo el consejo de las elites militares dominantes y otras presiones urgentes de constituyentes poderosas? La respuesta está fuertemente sugerida en el relato de la Escritura de la complicidad del estado romano con la muerte de Cristo.
Pilatos es ahí retratado al reclamarse como moralmente neutral cuando a pesar del reconocimiento de la inocencia de Cristo, el cínicamente (pero libremente) rindió a un mundo violento la decisión de como el poder del estado romano seria ejercitado en la secuencia del juicio de Cristo. La decisión, el pretendería, no correspondería al poder de Roma (“tomando agua se lavó las manos … Mt 27-24). Pero Pilatos ya había libremente decidido entregar al Señor al populacho frenético y sus atroces ideólogos. Su negación no podía, por lo tanto, borrar la complicidad directa de Roma en la muerte de Jesús. El abuso de poder de Roma en el libre actuar de la persona de Pilatos encontraría finalmente el momento del juicio de Dios. “Babilonia (la Roma de la Biblia), la gran Babilonia ha caído … embriagada por la sangre de los santos, la sangre de aquellos que dan testimonio …” (Apocalypsis: 14:8, 17:6). La suposición subyacente esta áclara. El estado, en sus repre-sentantes, es directamente responsable ante Dios por cualquier comportamiento vi-lento cuya utilización haya autorizada. Esto seria mantenido aun cuando el estado actúa bajo la presión de élites resueltas y sus poderosas constituyentes.
Hay una alternativa a este cuadro siniestro de poder político voluntariamente abu-sado y su último desenlace bajo el juicio de Dios. Esta fresca opción llamaría al juego los principios racionalmente y laboriosamente ideados en equidad constructiva. Leyes y costumbres tratarían de transformar esta ferocidad humana, avaricia y ambición que pueden vigorizar las fuentes de las instituciones sociales de las sociedades libres. Las naciones soberanas, guiadas por la sabiduria común de la gente del mundo, entrarían en trabajos unidos para aprovechar las promesas virtualmente ilimiadas del planeta. Con la propagación de la igualdad humana, como lo indica Toqueville, “todas la naciones finalmente considerarían a la guerra como una calamidad casi tan severa para con el conquistador como para el conquistado.” (Democracia en América, vol 2, capitulo XXVI). Podría haber circunstancias, sin embargo, en que la justicia misma llevaría a los hombres y a las mujeres a dar sus vidas por los intereses de la libertad. Pero guerra y la institucionalizada sanción del uso de fuerza nunca sería propuesta como la forma racional del orden político
El ejercicio público del poder, en esta alternativa y mejor mundo invitaría a la misma equidad de la justicia de Dios. La humanidad cedería a sí misma a la gran síntesis que fue prometida en las palabras de Cristo al buen ladrón. El día de hoy, en tí, la tierra arrasada por la guerra estará reconciliada con el hogar de la paz eterna. Y los enemigos entre los cuales la reconciliación habría parecido alguna vez imposible serían ahora amigos potenciales. Pues el Señor “ha hecho a las dos naciones una, rompiendo la barrera entre nosotros, la enemistad que había entre nosotros, en Su propia naturaleza mortal” (Ef. 2:14).
Trabajador Católico de Houston, Vol. XXIII, No. 3, mayo-junio 2003.