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Católicos norteamericanos y la pena de muerte: el nuevo Catecismo torpedea a la pena capital

Lo siguiente esáa basado en la presentación de James Megivern del 20 de abril del 2002, en un programa sobre el Catolicismo y la Pena de Muerte en la Universidad de Dallas, parte de un seminario sobre Religión y la Vida Pública. Los editores de este periódico también participaron en ese seminario.

La utilización liberal de la pena de muerte para una amplia variedad de crímenes fue una práctica heredada del sistema legal cuando la cristiandad se convirtió en la religión preferida del Imperio Romano a los inicios del cuarto siglo. Hay poca evidencia que haya recibido mucha atención de los eclesiásticos hasta el siglo once. Con la elevación de la Monarquía Papal en la Reforma Gregoriana (así llamada por Gregorio VII que fue Papa de 1073 a 1085) vino la urgencia de alistar a la fuerza física en favor de los asuntos de la Iglesia, especialmente de confutar a los grupos heréticos. Esta sacralización de la espada facilitó el camino para que el Papa Urbano II emitiera su llamada nueva a una “Cruzada” en 1095, una idea sin precedente en el pensamiento cristiano anterior. El así fundió la tradición del peregrinaje a Jerusalén con la noción de “violencia pía”, avalando la idea radical que la guerra podía ser una forma devota de hacer penitencia cristiana (para detalles ver el trabajo de Jonathan Riley-Smith, La primera cruzada, 1095-1031) Los teólogos y canonistas a través del subsiguiente siglo estuvieron muy ocupados tratando de conjugar la teoría para justificar la nueva práctica que había sido adoptadas sin un desafío significativo.

Cuando la noticia llegó a Europa sobre la victoria de las fuerzas cristianas en la Primera Cruzada (1099), la euforia fue tan grande que muchos estuvieron convencidos que el Espíritu Santo estaba iniciando una nueva era enteramente para la Iglesia. Pedro de Poitiers estuvo tan impresionado que el vio esto como un designio en el plan de Dios. El sugirió, que en los primeros tiempos la Iglesia, “cuando era pequeña, era conveniente que cargara con sus sufrimientos y se mantuviese en paciencia. Pero cuando sus números crecieron, encontró lícito lo que antes no había sido lícito.” La “nueva ética” incluía ejecutar herejes, lo que hasta ese entonces no había sido una cuestión disputada, con teólogos en ambos bandos. Una serie de decretos sobre las siguientes siete décadas después de 1184, sin embargo, hizo morir en la hoguera el castigo aprobado oficial para los heréticos recalcitrantes, poniendo fin a la disputa. El principio honrado por su antigüedad, “Que la Iglesia aborrece el derrama-miento de sangre” fue reducido para ser aplicado solo a los clérigos, y el deber de llevar a cabo las ejecuciones fue encomendado a las autoridades laicas – el “brazo secular” de la Iglesia – y ellos a su ves fueron enseñados por el Papa Inocente IV que este trabajo era en realidad la responsabilidad mas alta del estado en el plan divino (1252).

A través de todo el período crucial cuando la nueva teología estaba saliendo a la palestra, la única enseñanza directa que tocaba el punto era una declaración insertada en una profesión de fe en 1210 hecha por un grupo de Waldesianos que querían regresar a la comunión católica. Era una aseveración mínima, simple-mente afirmando que la pena de muerte no estaba mal en sí misma y que podía a veces ser utilizada “sin pecado mortal.” Esta aseveración mínima, sin embargo, se convirtió en el solo objeto de la mayoría de los comentaristas subsecuentes, tomándolo como un tipo de aprobación comprensivo para utilizar la pena de muerte habitualmente sin ningún pensamiento o impedimento. Igual como en el caso de hacer la guerra, sin hacer mayores preguntas. La idea creció en los próximos cuatro siglos que los que tenían la verdadera autoridad podían utilizar liberal-mente la pena de muerte en muchos tipos de casos y para todo tipo de ofensas con pocas preguntas morales hechas u objeciones levantadas.

Esta aprobación del derrama-miento de sangre tomaba lugar cuando el Papa Inocencio III estaba lanzando la Cruzada Albigense (1208). Inicialmente planeada como una expedición punitiva de cuarenta días, escaló rápidamente fuera de control y causó una serie de derramamientos de sangre por veinte años, incluyendo hechos como la masacre de 7,000 personas y la destrucción de la catedral de Beziers. Cadalsos y lazos de ahorcado se convirtieron más y más en una parte válida del orden social cristiano, utilizado para eliminar a ofensores de cualquiera o todas las formas, aun el pobre campesino que se le agarró cazando furtivamente en los bosques reales.

Una vez ya utilizada la pena capital fue admitida como parte de la estructura del cristianismo europeo de los siglos 13 al 16. Una rama de los anabaptistas protestó su uso, pero eran una precaria minoría sin mucha influencia hasta siglos posteriores. Pero los principales reformadores luteranos y calvinistas continuaron en utilizar la pena de muerte, viéndola como una parte esencial del orden divino lo mismo que Roma. La ejecución de Michael Servetus por Calvino en 1553 eliminó cualquier duda de como se debería tratar a la herejía, y en el siglo siguiente miles de “brujos” protestantes y católicos fueron exterminados en el nombre de la ortodoxia.

Un factor generalmente pasado por alto que explica en parte esta aberración puede ser visto en la educación cristiana de la época. El Catecismo Romano de 1566 fue un modelo al esbozar muchas áreas de la fe cristiana, pero en cuanto llegaba al mandamiento “No Matarás,” no tenía nada que decir excepto que la pena de muerte era la ‘excepción’ al comando divino. No se intentaba ninguna explicación ni se detallaba ninguna limitación, ni se expresaba ninguna condición. La pena capital estaba puesta en un pedestal de privilegio, fuera del alcance de todo criticismo o pregunta. Debería ser aceptada “bajo fe.”

Que tan lejos ha ido esta aceptación sin crítica puede ser vista en tal vez el episodio más infame en la historia católica. Un terrible problema de bandidaje estaba azotando la campiña romana cuando el anciano Papa Gregorio XIII falleció en 1585. Y en el cónclave para anunciar a su sucesor, un candidato indicó que él tenía un plan para que podría “resolver” el problema. Cuando fue elegido como Sixto V, él arregló en sus primeros cinco meses como Papa la decapitación de 7,000 bandidos Romanos, y colocó muchas de sus cabezas en postes en el puente de San Angel. Cuando alguien expresó su con-sternación sobre el ‘Vicario de Cristo’ envuelto en esta carnicería, él dijo que él estaba preparado a matar a 20,000, si eso era lo que se necesitaba para restaurar el orden, y en adelante hizo colocar una medalla de victoria en su efigie con un moto “Securitas Perfecta.”

Tal vez sea comprensible que cuando los debates serios sobre la ética de la pena capital finalmente empezaron a aparecer en el siglo 18 de la Ilustración, los teólogos y filósofos católicos estuvieran totalmente fuera de honda, sin tomar ninguna parte en eso, puesto que la institución estaba tan envuelta en utilizar la pena de muerte. En la primera y extensa bibliografía histórica del debate que listaba contri-buciones de 1765 a 1865, Ernst Hetzel no encontró ni un solo autor católico. Mientras los Estados Papales permanecieran como el dominio temporal de la Iglesia, el Papa tenia a su propio verdugo que despachaba un numero significativo de malhechores de esta vida en la misma forma que otros gobernantes temporales lo hicieron en la cristiandad.

Pero casi todo fue volteado en el siglo 20. El holocausto Nazi, el bombardeo de exterminio, la incineración atómica, la limpieza étnica, la matanza de los campos, y todos los otros asaltos a la vida humana empequeñecieron el derrama-miento de sangre de los tiempos anteriores. Pero este, el peor de los tiempos, fue también irónicamente el mejor de los tiempos, pues le dio nacimiento al idealismo de la carta de las Naciones Unidas (1945), y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos en un esfuerzo desesperado para salvar el alma de la civilización. Uno de los consultores en la formación de este último fue el nuncio papal a París, Angelo Roncalli, que diez años después sería el Papa Juan XXIII y trajería la revolución de derechos humanos al corazón de la Iglesia Católica en su encíclica sin precedentes Pacem in Terris (1963).

En esta encíclica él afirmó que “cualquier sociedad humana debe tener como fundamento este principio: Cada ser humano es una persona. Por virtud de esto tiene derechos y obligaciones propios … que son universales, inviolables, e inalienables. Si reflejamos sobre la dignidad de la persona humana en la luz de la verdad revelada, no podemos sino estimarlo lo más alto.” Dos años más tarde siguió el Concilio Vaticano sobre esta fundación del nuevo per-sonalismo, dando gran énfasis en la “reverencia por la humani-dad: cada uno debe considerar a su prójimo sin excepción como otro yo … Una obligación especial nos ata a hacernos nosotros mismos el prójimo de cada persona sin excepción.” (Gaudium at Spes, 27).

Así se le cortó el privilegiado pedestal y solo era cuestión de tiempo antes de que el soporte por la pena de muerte empezará a desplomarse totalmente. El mismo año en que Juan Pablo II fue elegido Papa (1978) fue también el año en que el teólogo Francés Jean Marie Aubert aplicó poderosamente las nuevas visiones en su libro fundamental, Christians and the Death Penalty (Los Cristianos y la pena de muerte), desafiando a todos a poner de lado las actitudes del pasado como incompatibles con el actual entendimiento de los Evan-gelios. Poco sabía él que el nuevo Papa daría a esto pronto una alta prioridad de su pontificado. El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica (1992) limpió el camino de muchos de los escombros, y su encíclica El Evangelio de la Vida (1995) hizo el resto, poniendo a la Iglesia Católica a la vanguardia del movimiento abolicionista mundial.

El triunfalismo moral que era un rasgo característico de las historias apologéticas de la Iglesia escritos en los cuatro siglos de conflicto católico – protestante es el último obstáculo remanente. Los católicos conservadores (neoliberales) lo encuentran demasiado difícil dejar de lado. La historiografía crítica, que apunta a que se deje decir la verdad sin dobleces, aun no ha sido aplicada completemente a esta área. Algunos inicios prometedores han sido logrados, y el Papa Juan Pablo II, con sus fuertes antecedentes en el personalismo cristiano, vio muy claramente y se movió muy rápidamente para muchos de alrededor de él que reacios tuvieron que aceptar su urgente llamado para cambiar las mentes y los corazones y renunciar a que la pena capital mereciera el estado privilegiado. Aun todavía persiste algo de rémora.

Pero no hay forma de retroceder. Nunca en la historia ha hablado un Papa tan articuladamente contra la pena de muerte como Juan Pablo II, y los católicos que aun están en duda de abrazar el movimiento de derechos humanos se encuentran en una situación extraña, como se reveló recientemente por Antonin Scalia de la Corte Suprema de Justicia en su disensión de la enseñanza Papal. Indudable-mente tomará tiempo para que prevalezca el nuevo espíritu y reemplace al antiguo. Pero aun con la declinación de su salud, la convicción de Juan Pablo II sobre este asunto es expresada aun más fuertemente. El esperaba y oraba especialmente para que la llegada del nuevo milenio ayudase a tener “mas conciencia de aquellos tiempos en la historia cuando los cristianos se apartaron del espíritu de Cristo y su Evangelio y … se complacieran en pensamientos y caminos de actuar que eran verdaderamente formas de contra testimonio y escándalo … El reconocimiento de pecados históricos presupone tomar una posición en relación a los eventos como sucedieron realmente y que solo una reconstrucción serena y completa puede revelar.” (9/1/99). Uno de los pecados específicos que el le pidió a todos que se arrepintieran en esta misma homilía fue “el uso de la violencia en el servicio de la verdad.”

Una vez que a la dignidad de la persona humana se le da tal prioridad, las actitudes de venganza se quiebran. La nueva generación de católicos, culti-vados con el énfasis en el personalismo de Juan Pablo II, se rascarán las cabezas, preguntándose como sus ante-cesores pudieron haber soportado a la pena capital. El paralelo con el siglo 19 de soporte de la esclavitud humana por muchos católicos es im-presionante. En ambos casos pedir la abolición es un imperativo ético de creencia en que el humano está hecho a semejanza de lo divino.

Trabajador Católico de Houston, Vol. XXII, No. 6, noviembre 2002.