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San Agustin y la guerra; Justica, pero no por venganza

Carter Aiken es estudiante del Doctorado en Teología de la Universidad de Notre Dame.

Las acciones de los pecadores … no deben obstruir los ‘grandes trabajos de Dios, cuidadosamente diseñados para cumplir con todas sus decisiones'” (de civitate dei, XIV, 27)

Si la declaración anterior de La Ciudad de Dios (De civitate dei) es verdadera, entonces debemos fundamentalmente volver a pensar en la relación entre nosotros y nuestros vecinos, especialmente cuando ellos pecan de tal forma que dejan nuestras casas terrenales, nuestras ‘ciudades’ terrenales, en ruinas. Mientras nos vemos envueltos en la marea emocional de los eventos del 11 de septiembre, se nos hace difícil concentrarnos en una respuesta específicamente cristiana a este evento singular de ser atacados. Lo relevantemente reflexivo, especulativo, de la teología moral histórica parece remota dados todos estos eventos muy reales. La muerte en esa escala no se puede concebir sin llenarnos de lágrimas y oraciones por misericordia de rodillas ante nuestro Dios. Cólera y tristeza nos abruman a todos nosotros por estos eventos, a algunos más que a otros. Hay tan pocos maestros a quien los cristianos podamos volver por enseñanzas de como devolver nuestras respuestas humanas hacia la redención por la Cruz. Afortunadamente, mientras los católicos y los protestantes, por igual, tenemos un Obispo común al quien podemos defender; uno bien acostumbrado a tratar con las amenazas a las vidas cristianas, y las correspondientes respuestas humanas cuando estas amenazas son cumplidas. Cuando las voces empiezan a pedir un golpe violento contra, no solo, aquellos que han cometido los crímenes violentos, sino aun contra los niños, mujeres y hombres en ciudades vecinas alrededor de aquellas que amparan a los responsables, quisiéramos que San Agustin, Obispo de Hippo, estuviera respondiendo a entrevistas telefónicas.

Cuando los norteamericanos llamaron a programas de radio y preguntaron, “¿Cómo pudo Dios permitir que esto sucediera en nuestro país?” (Radio público nacional, entrevista, 15-9-01), nosotros quisiéramos que San Agustin estuviera acá para explicarnos lo desordenado de nuestros conceptos sobre el amor correcto a otro ser humano, la respuesta adecuada a los enemigos, y la noción de justicia. Afortunadamente, tenemos De Doctrina Cristiana y La Ciudad de Dios. Estos textos cubren la magnitud y la capacidad del ser humano orgulloso en la ciudad terrena, aun si las circunstancias que nos traen a una discusión sobre estos tópicos son un poco diferentes a la respuesta de San Agustín, a los asuntos relacionados con los eventos recientes, encontramos que el no solo habla de los sentidos desordenados de amor y justicia, sino del centralismo en el pecado del orgullo en el estado de la condición humana, caso en el que somos esclavos del Pecado y de los pecados (en lugar de ‘libres’ para cometer actos de maldad), y la habilidad de la cuidad terrena de retorcer la noción de nuestro comportamiento virtuoso por medio del orgullo.

Una forma consistente en que San Agustin se refiere al problema de tratar con aquellos que te agreden, o que persisten en su pecado, es el de explicar la forma correcta de amar al prójimo pecador. En De doctrina cristiana San Agustín rechaza la predisposición de agredir al pecador, como pecador. El empieza, “Ningún pecador, o casi pecador, debe ser amado por cuenta de Dios, y Dios debe ser amado por si mismo. Y si Dios debe ser amado más que ningún ser humano, cada persona debe amar a Dios más que a sí mismo” (doctrina 1 XXVII).

Para San Agustín, como lo encontramos en sus escritos políticos, abrazar al pecador al por mayor es casi cruel, en esa pedagogía y asistencia no se ofrece el ayudar al pecador a arrepentiste, más bien, él arguye por el odio al pecado, pero amor por el pecador. Aun más claramente en La ciudad de Dios San Agustín separa el pecado del pecador. “El no debe odiar a la persona por su falta, ni debe amar a la falta por la persona. El debe odiar la falta, pero amar al hombre” (ciudad de Dios, XIV, 6) Mientras que podemos ver las raíces de esta línea de pensamiento en la noción de San Agustín de la bondad de la creación, uno también puede ver que este consejo en el tratamiento del pecador viene de su definición de prójimo, y el centralismo del mandato del amor en su teología. De acuerdo a San Agustín, “está claro que debemos comprender por nuestro prójimo la persona a quien un acto de compasión se le debe si es que lo necesita o que se le debería si lo necesitara. Sigue de esto que la persona que debe un acto de compasión a nosotros es también nuestro prójimo” (doctrina, 1 XXIX).

Hay pocos, si es que hay algunos, que no caen en esta categoría. Miembros de grupos extremistas terroristas ciertamente sí. Mientras que San Agustín preludia este argumento con un párrafo que hace énfasis en el factor de la proximidad en prójimo amor (esta es la única particularidad que uno puede ejercitar en amor al prójimo que no es solo aquellos que están en la familia de uno, sino, que sencillamente están cercanos), en el estado corriente de globalización uno no puede fácilmente rechazar cualquiera con quien uno este en contacto, alrededor del mundo, quien no sería receptor del tipo de amor con el que nos amamos a nosotros mismos, y toda la primacía que esto conlleva. Aun más conmovedora es la base de amor del prójimo sobre el amor del prójimo por cuenta de Dios. En De doctrina cristiana, esto emerge en dos formas: nosotros sabemos que el enemigo no puede realmente atacar a aquellos cuyo mas grande amor es Dios, y que nuestro más grande deseo es traer a nuestro prójimo/ enemigo al mismo estado de felicidad al que Dios nos ha traído. Estos dos momentos teologales son reunidos, como escribe San Agustín, “nosotros también amamos a nuestros enemigos. Nosotros no les tememos, pues no nos pueden quitar lo que más amamos, pero les tenemos compasión, por que nos odian aun más por que están separados de él que nosotros amamos más” (doctrina 1 XXIX) Falta de amor a Dios es aquello contra lo que los cristianos tenemos que luchar, no solo por que a través del amor de Dios, se establece el amor al prójimo, sino también, porque la separación de Dios es la raíz del pecado.

Muchas de las fallas en el discurso público cristiano con relación a esta asunto cae no solo en la falta de reconocer la llamada de amor al prójimo (y en las definiciones con-siguientes), sino también en la falta de definir las acciones cometidas por estos vecinos. Con mucha frecuencia escucho a los oficiales Norteamericanos hablar de la “gente malvada” que cometió el crimen. ‘Ellos fallan de amar a la democracia,’ dicen ellos, ‘Ellos fallan de amar a la vida humana.’ Esta palabra de gente que esta debatiendo actualmente la posibilidad de un ataque aéreo sostenido a países llenos de pobres, de inocentes, y de niños, podría parecer profundamente obtuso. San Agustín entiende que todos somos pecadores, y que debido a este hecho, estamos en cautiverio. “La libertad de hacer el bien o el mal es una noción incorrecta para San Agustín. En vez de esto, a través de Cristo, “la elección de la voluntad, es entonces, genuinamente libre cuando no está subordinado a faltas y pecados. Dios hizo que la verdadera libertad … puede ser restaurada solo por El que tiene el poder para darlo al inicio” (ciudad de Dios, XIV, 11).. Esto cambia nuestra noción, entonces del estado del pecador. Ella ya no es un producto del mal, por que como hace notar San Agustín, “nadie es malo por naturaleza, pero quien sea malo es por la perversión de la naturaleza” ciudad de Dios, XIV, 6), en vez solo está perdida y bajo cautiverio. Los miembros de esta ciudad terrena son, “eliminados de su tierra por los vientos adversos de su propio carácter pervertido” (doctrina, 1 VIII). La herida que necesita atención es la amplitud a la cual la humanidad ha sido desviada por nuestra voluntad desordenada, más que las consecuencias en el contexto de la ciudad terrena. Más que enfocar en las formas que nos podemos guardar nuestras valiosas posesiones nacionales, San Agustín sugiere, “Si deseamos regresar a nuestra tierra donde podemos ser felices debemos utilizar este mundo, no gozarlo, … [pero] derivar el valor eterno y espirituales las cosas corpóreas y temporales” (doctrina, 1, IV). En este contexto, la meta principal al lidiar con el agresor no es la de restaurar lo que fue destruido, sino de continuar descansando en la esperanza de Dios en el camino de la ciudad celestial. La existencia de las pruebas de esta tierra no están en conflicto con el seguimiento de este camino. Por lo tanto, en la discusión de San Agustín de fortaleza, “No importa cuan grande sea la sabiduría que la acompaña, conlleva el testigo inequívoco del hecho de los males humanos, porque es precisamente esos males que ella está obligada a soportar con resistencia paciente” (ciudad de Dios, 4, XIX). Parecería, entonces, que los males humanos, cuando se consideran apropiadamente, pueden y deben ser vistos, al exhibir la virtud de fortaleza, como una oportunidad para derivar valor espiritual y eterno de las cosas temporales.

De acuerdo a San Agustín, “Las dos ciudades fueron creadas por dos tipos de amor: La terrena fue creada por el amor propio alcanzando el punto de desdén por Dios, la ciudad celestial por el amor de Dios llevada hasta el punto de desdén por uno mismo” (ciudad de Dios, 28, XIV). Puesto que para San Agustín, uno no necesita la orden de amarse a uno mismo (por que como él escribe, aun los animales hacen lo mismo), Amar a Dios tanto que por comparación uno se considera a si mismo como desdeñable, es un momento asombroso en la teología de San Agustín. Más aun, esto indica otra gran falla en las respuestas políticas y cristianas a los recientes trágicos eventos: un sentido de justicia desordenado. Para San Agustín, el amor a la justicia es único en que está frecuentemente atado a discusiones del orden propio de la naturaleza. El amor a la justicia no es ver al pecador recibir su justo castigo. Más bien, es el amor hacia el propio orden del mundo de acuerdo con los propósitos de Dios.

San Agustín escribe,”considera a la virtud de la justicia. La función de la justicia es asignar a cada quien su derecho; y por lo tanto hay establecido en el hombre mismo un cierto orden de la naturaleza, por la cual el alma está subordinada a Dios, el cuerpo al alma, y por lo tanto ambos cuerpo y alma están subordinados a Dios” (ciudad de Dios, XIX, 4). Nosotros lloramos con San Agustín las palabras que directamente siguen al pasaje siguiente: “¿Acaso no demuestra la justicia … que ella sigue trabajando en su labor más que descansando después de alcanzar su termino?” (ciudad de Dios, XIX, 4). La meta con toda la creación, con referencia al amor por la justicia, es la de ver al alma humana bajo el dominio de Dios, y al cuerpo humano bajo el dominio del alma humana. ‘Traer a estos perpetradores del mal a la justicia,’ como lo ha dicho repetidamente nuestro presi-dente, debería ser, de acuerdo con la teología de San Agustín, un ejercicio en exceder y corregir, para que el orden de Dios pueda ser recobrado para aquellos que han sido destituidos de su tierra por los vientos de su esclavitud al pecar. Así mismo, el amor a la justicia debería llamarnos a ejercitar gran cuidado en cualquier uso de la acción. El amor a la ciudad celestial debería apuntar a reconsiderar la posibilidad de represalia, en el que esos actos pueden fácilmente convertirse (si no iniciar) una motivación inclinada a la venganza y la conquista, y lo que San Agustín se refiere a la ‘avidez’ de cólera y dominación en el contexto de ese amor, “Obviamente es mejor ser esclavo a un ser humano de ser esclavo de la avidez; y de hecho la dominación más cruel que asola los corazones de los hombres, es aquella ejercitada por esta misma avidez de dominación” (ciudad de Dios, XIX, 15). El enemigo para el cristiano es la tendencia de todos a ser agentes de la avidez, por la cual nuestros corazones son desolados. Mientras que estos factores ciertamente se refieren a la actual crisis nacional, poco llama a esta nación hacia introspección más efectivamente que las maneras en que San Agustín pone la raíce y el centro del pecado humano en el pecado del orgullo. Simplemente, el mantiene que, “la fuente de todos estos males es el orgullo”(ciudad de Dios, XIV, 3). El pecado del orgullo, especialmente como está discutido en Las Confesiones, es la raíz de la caída en el pecado original, y permanece en el centro de todos los pecados humanos: es el deseo de ser Dios, y de tener el último dominio sobre nuestro Dios, nuestro prójimo y nuestro mundo. Orgullo es la glorificación de la grandeza de uno mismo. Yo declaro que este país tiene mucho que aprender sobre tratar con el pecado (especialmente el propio) de este concepto de orgullo como fuente del pecado.

Lo que es particularmente molesto es leer el tratamiento de San Agustín sobre la ciudad terrena, y su tendencia al pecado del orgullo, es la similitud con la que nosotros, como país, tendemos a erizarnos y estar dispuestos a glorificarnos en nuestra grandeza en respuesta a la crisis. Como mantiene San Agustín, “la ciudad terrena se glorifica en si misma, la ciudad celestial se glorifica en el Señor” (ciudad de Dios, XIV, 28). Más aun, “en [la ciudad terrestre], la avidez por la dominación se apodera de todos los príncipes así como de las naciones que subyuga … la misma ciudad ama su propia fuerza indicada por sus lideres poderosos; la otra dice a su Dios, “yo te amaré, mi Señor, mi fuerza” (Ciudad de Dios, XIV, 28). Nuestra tendencia nacional hacia la violencia y nuestra noción equivocada que buscar la voluntad de Dios, buscar justicia a través de la venganza, y dominación del vecino son todo lo mismo, ha puesto a nuestro país en las manos del pecado de orgullo. Se convierte entonces en amor a nosotros mismos y nuestras preferencias de vida las que gobiernan la acción, y no el amor a Dios, justicia, libertad a través de Jesús, o de la esperanza en Dios hacia la ciudad celestial. Por lo tanto yo me temo que vamos a tener que incorporar la evaluación de San Agustín de una nación que se va a la guerra que, “busca ser victoriosa sobre otras naciones, pues es a su vez la esclava de pasiones básicas: (Ciudad de Dios, XV, 4) Quiera nuestro Dios, que intercede por nosotros en nombre de Cristo, nos traiga a través de estos tiempos difíciles a un lugar de redención en el que encontremos la plenitud de la ley en el amor de, y la comunión con, Dios el Padre el Hijo y el Espíritu Santo.

Trabajador Católico de Houston, Vol. XXII, No. 1, enero-febrero 2002.