header icons

Emmanuel Mounier: Un testimonio luminoso

RESEÑA DE LIBRO

Emmanuel Mounier: Un testimonio luminoso por Carlos Diaz
Ediciones Palabra. Madrid, 2000. 288 págs.
por Luis Ferreiro, Director de Acontecimiento, Revista de la Fundación Emmanuel Mounie en Madrid
Suele ocurrir que a los maestros de la filosofía los presentan y explican sus discípulos haciéndoles, a veces, un flaco favor. No ocurre eso con esta biografía en la que el discípulo es, a su vez, un maestro que ha tratado de hacer un libro transparente y lo ha logrado. Era necesario que fuera así, para que brillase ese testimonio luminoso que el autor ha recibido junto a la doctrina, la perspectiva y la intuiciones filosóficas de Emmanuel Mounier.
Desde su juventud, Carlos Díaz se ha sentido atraído por esta figura emblemática del pensamiento personalista, como lo prueba el hecho de que su primer libro fueraPersonalismo Obrero. Presencia viva de Mounier (1969), al que seguiría más tardeMounier y la identidad Cristiana (1978). Ahora, treinta años más tarde, y después de haber derrochado su gran fecundidad como escritor, demuestra que esa creatividad no está reñida con la fidelidad al mensaje esencial de Mounier, más aún, se confiesa, ahora, edificado por su propia vida.
Estamos, pues, ante una biografía apasionada, lo cual no quita nada a la verdad. Más bien habrá que pensar que sería imposible escribir una vida como la de Mounier sin quedar hondamente afectado por ella. Hay biografiados cuyas vidas adquieren plasticidad en manos del biógrafo, pero los hay, y Mounier es de esta clase, que se apoderan del biógrafo, lo dirigen, lo arrastran, lo fascinan y hasta lo transforman. Por eso, creemos que Mounier seguirá suscitando la conversión de los lectores, tanto como la del biógrafo, gracias al propio relato de su vida.
A quienes hemos leído multitud de libros de Carlos Díaz y conocemos su especial habilidad de hacerse libro él mismo, en éste encontramos un delicado olvido de sí y una ausencia de destellos propios para que resplandezca, con toda fuerza, una figura humana que ilumina sin deslumbrar.
La multitud de testimonios recogidos por Carlos Díaz nos hacen ver el respeto y la admiración que mereció Mounier por parte de sus contemporáneos, incluso de quienes eran adversarios de sus ideas. Esto también explica la honda influencia de Mounier en numerosos países, especialmente entre amplios sectores cristianos que se han involucrado en compromisos políticos de transformación social.
El libro comienza presentando las diversas facciones ideológicas, las convulsiones políticas y militares, la situación religiosa, el dominio contestado de la burguesía y otros aspectos del ambiente social de la Francia de la época. A partir de ese contexto, dedica dos capítulos (2º y 3º) a las vivencias de juventud, la formación intelectual y espiritual, que nos presentan a un joven preparándose intensamente para servir a una misión de la que adquiere conciencia paulatina-mente, pero que está en germen, en él, desde muy temprano, en estado de llamada a la acción por encima de sus propias inclinaciones.
Esa misión ocupa el centro del libro, como ocupó el centro de la vida de E. Mounier: el movimiento y la revista Esprit. Mounier y Esprit aparecen como inseparables, no se comprendería el uno sin el otro. Del capítulo cuarto al séptimo se despliega una biografía que se funde, en el crisol de la historia tumultuosa de su época, con el cantar de gesta que narra los avatares de Esprit. Aquí la narración alcanza todo su dramatismo, su fuerza máxima, a medida que los acontecimientos se tornan cada vez más trágicos y se llega al paroxismo de la II Guerra Mundial. Mounier y Esprit están en el ojo del huracán que ha terminado por hacer realidad la máxima humillación de la dignidad de la persona que, desde mucho antes, venían denunciando implícita en una crisis de civilización largamente incubada que, por fin, se manifiesta en toda crudeza en el siglo XX.
En el paisaje de fondo dibujado por estos hechos trágicos emerge y se agiganta la figura de Mounier. Sus rasgos se perfilan con una riqueza expresiva que apenas pueden reproducirse aquí como boceto.
Ante todo, Mounier posee una personalidad cristiana de una pieza. Su cristianismo, diría él, es como “una naturaleza profunda”, y esta naturaleza, aun cincelada por un sólido cultivo intelectual, nunca deja de ser la materia prima de la que está hecho, y de sentirla como una gracia sobreabundante sobrevenida sin esfuerzo, en contraste con los ilustres conversos que deparó la época entre los intelectuales franceses.
Sin embargo, este cristianismo está las antípodas de las facilidades de la cristiandad sociológica, incluso en guerra contra ella. Su sensibilidad va de la mística española al cristianismo radical de Peguy. Su comprensión y vivencia del sufrimiento y su afán de cercanía a los pobres nos revelan una vivencia mística, profundamente enraizada en el misterio de la Encarnación, que aspiraba a la santidad, y a nada más.
Pero, aunque nada en Mounier pueda explicarse sin el cristianismo, con decir esto no está todo dicho. El autor nos muestra que Mounier fue un intelectual, un hombre de pensamiento, tanto más asombroso, cuanto éste cabalga a lomos de la acción. Mounier y sus compañeros dan la replica militante personalista, mucho más completa y profunda, a la militancia marxista, tan aguerrida, pero, con frecuencia, tan simplificadora y, por tanto, tan insuficiente para dar un sentido completo al hombre.
Había que transfigurar la revolución. Mounier no era conformista, no se habría sentido satisfecho con una revolución superficial o a medias aunque afectara a la infraestructura social, la revolución tendría que ser moral, tanto como económica, es decir, completa. He aquí otro rasgo esencial, Mounier era un revolucionario, estaba dispuesto a cambiar radicalmente la sociedad. Esperó y creyó que, en determinados momentos, el cambio revolucionario era inminente, en otros sintió que la posibilidad se alejaba, pero su actitud se hacía más exigente a medida que se volvía más improbable, en contraste con aquéllos que se acomodan hasta la venida de tiempos mejores. Por otra parte, su modo de ser revolucionario no significaba deshumanización, por el contrario, su causa era una inmensa compasión hacia el otro.
Aunque a muchos les pareciera contradictoria y hasta escandalosa la síntesis, la impronta revolucionaria de Mounier no era más que la expresión sincera del monástico “ora et labora” en versión laica para su época. ¿Acaso también para la nuestra? He aquí, por fin, el interrogante, contenido a lo largo de todo el libro, que Carlos Díaz nos revela, sólo al final, como la inquietud que le embarga: “¿Podría afrontarse con los elementos de análisis aportados por Mounier la actual crisis posmoderno-nihilista?” (p. 226).
Hoy descubrimos que los enemigos más mortales del alma personal estaban agazapados en la retaguardia de aquéllos a los que Mounier plantó cara. Pasaron los totalitarismos, se quedó el nihilismo; el temido Marx pasó, Nietzche quedó; y de fondo, siempre, la misma burguesía triunfante y, sobre todo, el dominio del espíritu burgués y de la idolatría del dinero.
La convicción de Carlos Díaz es que el pensamiento de Mounier contiene lo necesario para ayudarnos a vivir “un cristianismo más evangélico” necesario para que el mundo no se ahogue en la marea de la nada. Y es convicción nuestra que este libro va a acercar a muchos a un hombre cuya vida es, sin ninguna duda, ejemplar. En el 50º aniversario de su muerte, Carlos Díaz hace le justicia al reconocer su magisterio y señalarle como modelo a seguir y, a nosotros, nos hace un servicio que no le agradeceremos bastante.
Para información sobre conseguir este libro escriba a: Fundación Emmanuel Mounier. C/Melilla, 10-8ºD. 28005-MADRID o por e-mail: lferreiro@interbook.net.

 

Trabajador Catolico de Houston, Vol. XXI, No. 3, mayo-junio 2001