La palabra globalización se ha convertido, en los últimos años, en una especie de ídolo o talismán. El concepto que da contenido a ese término indica, con suma ambigüedad, riesgos y oportunidades que nos aguardan en el siglo XXI. La palabra responde parcialmente a la verdad de un fenómeno; designa hechos reales, pero también designa una ideología que es esgrimida como un arma para justificar, prolongar o acelerar situaciones injustas.
El fenómeno de la globalización, sus características y sus límites, no ha sido aún satisfactoriamente definido. Podemos intentar, sin embargo, una descripción aproximada. Se trata de un proceso de interconexión financiera, económica, social, política y cultural, acelerado por la facilidad de las comunicaciones y especialmente por la incorporación institucional de tecnologías de información y comunicación. Este proceso se verifica en el contexto de una victoria política del capitalismo y cuando en el orden cultural parecen eclipsarse las ideologías y arrastrar en su caída a los grandes ideales. El proceso en cuanto tal encierra un potencial considerable para fomentar el bienestar económico y promover relaciones más humanas; induce cambios que, por ahora, acrecientan la exclusión de regiones, comunidades y culturas enteras.
En el orden económico se vienen registrando desde mitad de los años 70 cambios pronunciados en las formas de producción. La des-materialización de los productos, por influjo de los criterios consumistas, hace que el valor agregado dependa más del diseño, la imagen y la marca que de los mismos componentes materiales. De allí que en las empresas cobran papel predominante los conocimientos organizativos, la idea original y la apreciación del movimiento comercial. También hay que señalar en este campo la desnacionalización provocada por la división internacional de los procesos productivos. Como consecuencia, se torna crónico el desempleo, aumenta la precariedad laboral y social y crece la desigualdad de los ingresos. Las víctimas principales son los así llamados “trabajadores genéricos”, que no tienen posibilidad de adaptarse a los cambios y son considerados individualmente prescindibles. El capital, cuya propiedad se ha hecho compleja y cada vez más anónima, se aleja de los procesos productivos. La desconexión de los mecanismos financieros respecto de la economía real somete el conjunto de la actividad económica al imperio del dinero y promueve la inter-nacionalización de la usura.
El Estado ha perdido autoridad como agente de la política económica y ya no controla plenamente las variables macroeconómicas básicas. El fenómeno de la globalización ha puesto en evidencia una subordinación antinatural de las políticas nacionales a la economía dineraria dirigida desde los centros financieros internacionales, cuando el fenómeno mismo debería situarse bajo una autoridad política capaz de velar equitativamente por el bien de todos. Hoy se habla comúnmente de la crisis del Estado-Nación. Ulrich Beck, un estudioso del tema, define la época actual como una segunda modernidad, caracterizada por el desarrollo de estructuras supraestatales de regionalización, la revalorización de unidades políticas subestatales y la creación de comunidades virtuales fruto de la globalización de relaciones entre personas y grupos que no son contenidas ya por los límites de los Estados ni se valen de su mediación.
Se insinúa una nueva división social entre aquellos que han logrado integrarse en el mundo globalizado y los que resultan excluidos: áreas geográficas, barrios de ciudades del primer mundo y grupos sociales enteros. Si puede consentirse un rasgo de ironía en un asunto tan serio, hay que decir que la globalización implica la existencia de globalizadores y globalizados. En el mismo tono, Robert Solow, premio Nobel de Economía, exclama: «¡Ah, s, la globalización! Es una maravillosa excusa para muchas cosas».
En el orden cultural, la interconexion permite recibir nuevas impresiones y experiencias, mediadas por la television o por Internet, que proceden de lejos y que son, en realidad, productos vendidos por las empresas que los elaboran. Este fenómeno brinda la oportunidad de ampliar el horizonte de cultura y valores de personas y comunidades, pero de hecho extiende una cultura de la virtualidad en la que se combinan relativismo y pasividad. El tiempo libre, especialmente de los jóvenes, se llena con experiencias virtuales que pueden llegar a engendrar una confusión entre ficción y realidad. La cultura del consumismo global suministrada por la industria del entretenimiento induce cambios de valores y comportamientos adictivos y progaga una masificación que tiende a inhibir el pensamiento. Para que la dimensión cultural de la globalización se ponga al servicio de formas de vida más humanas, se hace necesaria la elección, la orientación y la adaptación activa de las nuevas experiencias virtuales. Algunos autores piensan que el mundo, ya homogeneizado en lo económico y en lo político, marcha hacia una homogeneización cultural por obra de lo queBenjamin Barber llama la «cultural McWorld.»
Ante un proceso de estas características se perfilan dos actitudes contrastantes, dos posiciones extremas: una opcion reactiva, de rechazo, representada por el funamentalismo islámico y por grupos occidentales embanderados en la anti-globalización, y la aceptación incondicional, interesada, del fundamentalismo neo-liberal, es decir, los globalizadores, sus socios y, en general, los beneficiarios de los cambios recientes. Entre ambas posturas, la visión cristiana debe ejercitarse como cuidadoso discernimiento: comprensión de las oportunidades y de los efectos positivos, que la Iglesia reconoce como tales y de los riesgos y consecuencias negativas, que ella mira con inquietud. A partir de ese discernimiento se podrá incidir en el fenómeno en todas sus domensiones a través de adecuadas iniciativas pastorales.
El concepto de globalización parece expresar la unidad del mundo, y en cuanto tal comporta un valor objetivo que es necesario constatar y aquilatar. Se le puede atribuir un contenido moral que no es ajeno a la cosmovisión cristiana, ya que la unidad del género humano tiene que ver con la verdad de la creación y de la redención e importa sobremanera a la misión de la Iglesia.
Se podría esbozar una consideración teológica de la globalización. No propongo fabricar una teología de la globalización, al modo como surgieron, en décadas pasadas, teologías del progreso, del desarrollo, de la liberación, de la revolución, y otros genitivos añadidos al sustantivo theologia, que es elocuente por sí mismo. Esta consideración teológica podría asumir como parámetros o puntos de referencia: 1) la verdad acerca de la creación, aspecto frecuentemente olvidado o descuidado en el discurso teológico; 2) la verdad acerca de la redención. Pienso especialmente en la dimensión inmensa del misterio de Cristo tal como la expresa el Apóstol Pablo en el primer capítulo de la Carta a los Colosenses, en la preeminencia absoluta del Resucitado, Señor de la historia, en quien Dios quiso que residiera toda plenitud; 3) la misión de la Iglesia, sacramento universal de salvación y de unidad del género humano, como así también su acabamiento en la escatología.
En los hechos, la mentada unidad está seriamente comprometida por divisiones y conflictos de toda especie, o falseada por una deformación de la interdependencia de los pueblos. El sistema determinante de relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económico, político y cultural, no es asumido como dimensión o categoría moral; no se realiza y verifica como solidaridad, es decir, como determinación firme y perseverante de empeñarse en favor del bien común. Más bien parece despojado de valores espirituales. En su acepción más negativa, la globalización puede ser censurada como la imposición fáctica de un modelo cultural, estrechamente vinculado a un modelo económico, que arrasa los mejores valores de los pueblos, a los que vacía de su identidad tradicional. El proceso de globalización es susceptible de ser orientado y gobernado para ponerlo al servicio de las sociedades, de las economías y de las culturas del mundo entero. La fórmula correcta de la globalización sería: un mundo de patrias, en el que sean efectivamente consideradas y respetadas la subjetividad de cada nación y su soberanía integral.
El estudio del fenómeno de la globalización sugiere, en orden a la Nueva Evangelización, adoptar disposiciones pastorales en varios campos. Señalo sucintamente tres áreas:
1. Trabajar más intensamente en la difusión y aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia, en procura de una sociedad basada en el trabajo libre, la empresa y la participación, como se dice en la Encíclica Centesimus Annus. La globalización, entendida como extensión victoriosa de cierta forma de capitalismo, más que para la economía productora de bienes ha servido hasta ahora para multiplicar la actividad y las especulaciones financieras dentro y fuera de las Bolsas, que se han unificado mediante la informática para traficar 24 horas al día con los valores de todos los países, No es extraño que los países de América Latina no se beneficien del movimiento financiero internacional, porque no son ellos los titulares de esas sumas que trajinan en las Bolsas siempre activas la globalización. Se hace desear una profunda reforma del sistema financiero mundial y una revisión de la estructura de las organizaciones internacionales existentes, para que las finanzas se pongan efectivamente al servicio del trabajo y de la economía real. Estoy persuadido de que sin una reforma del sistema financiero mundial no se hallará solución para el problema de la deuda externa, que pesa ominosamente sobre muchos países. Las organizaciones a las que me refiero son el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio. Como es sabido, el Fondo Monetario, señalado como inspirador y vigía de los programas de ajuste que periódicamente asfixian a nuestros pueblos, nació después de la segunda guerra mundial como resultado de los acuerdos de Bretton Woods. No faltan corrientes políticas y económicas, aun en los Estados Unidos de Norteamérica, que postulan la necesidad de un nuevo pacto de Bretton Woods, para que la mencionada institución se democratice efectivamente y cambie sus criterios ideológicos y operativos.
La aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia necesita de mediaciones científicas y técnicas que son de competencia de los laicos. Las Universidades Católicas y otras instituciones especializadas tendrían que abocarse a la preparación de quienes en el ámbito de la economía, la política y los movimientos sociales hagan presente a la Iglesia y a su mensaje allí donde se gestan las nuevas vigencias culturales. Resulta patético constatar cómo de no pocas Escuelas de Economía de nuestras Universidades Católicas continúan egresando genera-ciones de Chicago boys o de Harvard boys, según la moda que impone la dogmática económica vigente.
2. Es urgente un aporte en orden a replasmar los fundamentos éticos de la cultura, afectados por el secularismo y por los conatos, siempre renovados, de abolir una ética basada en el orden natural y en el decálogo. Instituciones internacionales y organizaciones no gubernamentales vinculadas a las Naciones Unidas, que cuentan con ingentes recursos financieros, son las que impulsan la difusión de antivalores que pugnan por imponerse como nuevos derechos. George Steiner, un pensador que hace unos años sorprendió gratamente con su libro Reales presencias, en un reportaje reciente se ha presentado como un humanista desengañado, propugnando la búsqueda de un consenso para formular una ética atea que mire al bien del hombre, porque según él las religiones han fracasado en su propósito. Nuestros pueblos no son ajenos a la difusión de esta mentalidad, que va aflorando incluso en decisiones legislativas que ponen en cuestión y riesgo la genuina libertad y los derechos de la familia. La dignidad de la persona y el valor de la vida han de ser reivindicados con claridad y fortaleza. La ley natural, expresada en el decálogo, y el Sermón de la Montaña son el fundamento insoslayable de una cultura verdaderamente humana y cristiana, según corresponde a la índole de los pueblos latinoamericanos.
3. Por último, aquello que es lo principal. Insistir en la dimensión propiamente religiosa de la Evangelización. Ecclesia in America dice que a causa de la imposición arbitraria de nuevas escalas de valores se hace difícil mantener una adhesión viva a los valores del Evangelio. La Nueva Evangelización debe comenzar por el reconocimiento y el tratamiento de algunos problemas crónicos del catolicismo latinoamericano. Por ejemplo: la enorme brecha entre el número de bautizados y el de aquellos que viven la fe y se nutren de los sacramentos; la decadencia y corrupción de las costumbres, que se extiende como un hecho social y lleva en su caso extremo a la confusión del bien y del mal; las tendencias sincretistas y las desviaciones supersticiosas que desfiguran y menoscaban la piedad popular, siempre necesitada de una más profunda evangelización; la crisis de la familia y la pérdida del auténtico sentido humano de la sexualidad; la insuficiente preparación del laicado en orden a su participación en la vida política y económica de nuestras naciones, participación que reclama como fuente la renovación e instauración de una inteligencia católica. Sólo el fortalecimiento de la identidad católica de los pueblos de América Latina, que es obra de la verdad y de la gracia y la vivencia de la comunión que se funda en ellas, les permitirá superar felizmente los desafíos de la globalización.
Intervención del Arzobispo de la Plata en la Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina. Roma, 22 de marzo de 2001. (Trabajador Catolico de Houston, Vol. XXI, No. 3, mayo-junio 2001)