La economía de Argentina, recomendado por economistas neoliberales como un gran ejemplo de sus teorías, estaba descrito como un desastre en la sección de negocios del Houston Chronicle del primero de agosto 1999. Presentamos aquí una reflexión teológica sobre la economía de un Arzobispo argentino.
Conviene recordar que el orden de la Providencia no sólo incluye nuestras oraciones; también incorpora nuestra acción. En efecto, no debe ser concebido dicho orden como fatalidad, como destino ya hecho, como si no se integrar en él, decisivamente, la libertad humana. Dios cuenta con nosotros, con nuestro pobre, pequeña pero imprescindible providencia, así como recoge en su odre las lágrimas que acompañan a nuestras plegarias (cf. Sal 55, 9). El manifiesta su soberanía y su condescendencia apelando a nuestro ingenio y perspicacia, a la sabiduría de nuestros criterios, a nuestra sagacidad y valentía, a nuestra voluntad recta y justa, al generoso e incansable empeño de nuestra acción. No basta con rezar, es necesario obrar. Así lo expresa el refrán: “¡a Dios rogando y con el mazo dando!
La Providencia de Dios se hace cercana y benéfica a través de la providencia de los hombres, porque somos responsables los unos de los otros. La solicitud providencial del Creador suele manifestarse de un modo singular mediante el ministerio de aquellos que están llamados a colaborar con ella aportando en favor de sus hermanos los dones que han recibido; ellos deben asumir la responsabilidad para cuyo ejercicio los habilita su preparación profesional, su poder, su fortuna o el lugar que ocupan en la sociedad.
En la Argentina de hoy vivimos una situación paradojal. Según nos dicen no pocos economistas los índices de producción y comercio son brillantes, pero tales datos no se reflejan en lo que debería ser su consecuencia natural de mejoría social y progreso de la mayoría de la población. Por el contrario, a pesar de ciertos esfuerzos realizados, cunden la desocupación, el desempleo, la precariedad de las condiciones de trabajo y la pérdida de poder adquisitivo de las familias argentinas. Hace más de cincuenta años, el Papa Pío XII señalaba que “la riqueza económica de un pueblo no consiste propiamente en la abundancia de bienes, estimada según el cómputo material de su valor, sino más bien reside en que tal abundancia ofrezca real y eficazmente la base material suficiente para el debido bienestar personal de sus miembros.” Y sentenciaba aquel ilustre Pontífice: “Si no se realiza esta distribución de los bienes o si se verifica sólo imperfectamente, no se logrará el verdadero fin de la economía nacional, pues por muy grande que sea la abundancia de los bienes disponsibles, el pueblo al no ser llamado a participar de ellos, no será económicamente rico, sino pobre” (La sollennita, 16).
Algunos años atrás, cuando las diferencias entro los países desarrollados y los subdesarrollados preocupaban más que ahora, surgió la teoría del “efecto cascada,” según la cual la riqueza de los países industrializados se iría derramando sobre los demás hasta quedar todos igualados en el nivel de prosperidad de los primeros. No hace falta recordar que ello no ha sucedido. Refiriendo tal antecedente a nuestra situación interna, puede temerse que los invocados índices de crecimiento de la economía argentina no lleguen a beneficiar nunca a la mayoría de la población. Podemos temer antes bien que se vaya consolidando una polaridad injusta de los ingresos, que en una comunidad solidaria, fraterna y cristiana no puede beneficiar exclusivamente a algunos, cualquiera haya sido el empeño que estos hubieran puesto en generar esos ingresos.
Suele admitirse que la economía debe ser para el hombre, aunque no se explicita con claridad el compromiso involucardo en esa afirmación. Es preciso agregar que los economistas tienen la obligación de poner sus conocimientos al servicio de los problemas humanos concretos, buscándoles las soluciones necesarias. Nos resultaría ridículo que los médicos constituyeran una corporación dedicada exclusivamente a deleitarse en la contemplación de cómo funciona un cuerpo sano y a la vez desechare todo interés por el hombre enfermo que debe ser curado. Sin embargo, a eso se parecen aquellos economistas que en nombre de conceptos abstractos y de estadísticas alentadoras admiten la postergación de vastos y hasta mayoritarios sectores y se desentienden en estos casos de la elevadísima cuota de sufrimiento humano, inten-sificado a menudo por la desingegración familiar y la pérdida de los hábitos de trabajo, consecuencias muy unidas a la desocupación y a la subocupación prolongadas y a la carencia crónica de recursos.
Estos problemas son, precisamente, los que tienen prioridad en el orden de la justicia, al cual la economía debe siempre quedar subordinada. Cómo lograrlo es la tarea específia de los gobernanates y de los eonomistas, pero para cumplimentar la satisfacción de las necesidades colectivas y no solamente la obtensión del beneficio empresario y del irrestricto funcionamiento de las leyes del mercado. Antes está la generación de puestos de trabajo dignos y estables y la distribución equitativa de los ingresos nacionales.
Se nos dirá que si nuestro país no practica las formas de darwinismo social que incluyen la desocupación y el empobrecimiento quedaría en situación desventajosa dentro el cuadro de la “globalización,” nuevo nombre para un mundo donde las inversiones corren supuestamente hacia los puntos donde prevalezca un tipo de capitalismo salvaje de lucro fácil y responsabilidad escasa. Es un argumento inaceptable, entre otras razones porque el crecimiento económico no equivale en tales situaciones a desarrollo humano, el cual es el objetivo de toda economía sana. Además, hay que tomar en consideración a aquellos economistas que afirman que la reducción del poder adquisitivo de los sectores populares redunda fatalmente en desmedro de la economía general. En efecto, nada duradero puede construirse sobre la negación de la justicia y sobre el olvido de la caridad; son estas virtudes, la caridad y la justicia, las que aseguran la amistad social y la paz.
La Iglesia ha procurado en todo tiempo la colaboración entre Capital y Trabajo, exhortando a cada uno de estos pilares de la vida económica a asumir sus responsabilidades tanto en lo que hace a sus derechos cuanto en lo atinente a sus deberes. En razón del desequilibrio presente, hoy toca recordar al Capital su obligación, por justicia y conveniencia, de acudir en apoyo del Trabajo. Y es el Estado, en su caracter de gestor del bien común, quien debe proveer los medios para implementar esa colaboración entre Capital y Trabajo imprescindible y más que urgente en la Argentina actual.
No me corresponde a mí, y menos aún en esta circunstancia, proponer medidas concretas. La elaboración y el aporte de las mismas pertenece a las Escuelas de Economía de nuestras universidades, a las organizaciones de empresarios cristianos, a los sindicatos, a quienes participan activamente en la vida política y en suma a los fieles laicos, a quienes Juan Pablo II ha señalado el deber de “comprometerse, en primera fila, a resolver los gravísimos problemas de la creciente desocupación, a luchar por la superación de numerosas injusticias provenientes de deformadas organizaciones del trabajo, a convertir el lugar de trabajo en una comunidad de personas respetadas en su subjetividad y en su derecho a la participación, a desarrollar nuevas formas de solidaridad entre quienes participan en el trabajo común, a suscitar nuevas formas de iniciativa empresarial y a revisar los sistemas de comercio, de financiación y de intercambios tecnológicos (Christifideles laici, 43).
La gran propuesta cristiana sigue siendo el llamado a la conversión. No será posible modificar las metas de la economía, crear y extender una red de protección social, consolidar una conciencia fraterna e incrementar la participación de todos en la vida nacional, devolver al trabajo su dignidad, si no logramos superar el egoísmo que hunde sus raíces en una forma fatal de corrupción: el olvido de Dios y de las exigencias santísimas de su ley, la indiferencia o el menosprecio de los valores del Evangelio, de la gracia del Reino que nos es ofrecida. La gran “medida” será siempre el cambio de los corazones. “Conviértanse y crean en la Buena Noticia” (Mc.1,15). “Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura (Mt. 6,33).
Trabajador Católico de Houston, Vol. XIX, No. 5, septiembre-octubre 1999.