Alfredo Mosquera es un seminarista de los Misioneros de San Carlos (Scalabrinianos) que pasó el verano trabajando en la casa de hombres de Casa Juan Diego.
“El misterio del pobre es este: Ellos son Jesus” ( Dorothy Day)
Fue hace seis años cuando por primera vez leí un ejemplar del “Trabajador Católico”. Yo me encontraba en mi primer año de estudios con los misioneros de San Carlos (Scalabrinianos) en Colombia. Desde entonces surgió en mí una gran inquietud por conocer más sobre la obra de Dorothy Day y el Movimeinto del Trabajador Católico.
Una gran simpatía por la misión de Casa Juan Diego en Houston fue creciendo con la lectura y reflexión de cada número del Trabajador Catolico. Este periódico me invitaba a compartir el drama de los más pobres entre los pobres: los inmigrantes indocumentados.
En mi vocación a la vida misionera yo personalmente había optado por servir a los migrantes y refugiados en la congregación de los misioneros de San Carlos (fundada por el beato Juan Bautista Scalabrini). Por ello cuando conocí la obra de Casa Juan Diego sentí una gran identificación con su misión.
Quiero compartir con los amigos lectores del Trabajador Catolico mi experiencia viviendo en Casa Juan Diego como voluntario durante este verano. Después de seis años de haber tenido la primera noticia de Casa Juan Diego, mi sueño de vivir y servir a los inmigrantes en ella se hizo realidad. Es lo que siempre esperaría hacer un misionero Scalabriniano, ir al encuentro de los inmigrantes más pobres.
Si me pidieran describir la obra de Casa Juan Diego en unas cuantas frases, yo me atrevería a decir que “Casa Juan Diego es un oasis en medio del desierto”.
Casa Juan Diego hace mencionar a su nombre. Como Juan Diego, el hombre sencillo a quien Nuestra Señora de Guadalupe se le apareció en Tepeyac, Casa Juan Diego es un lugar sencillo, simple pero cuyos muros encierran el calor cristiano de la hospitalidad. Casa Juan Diego en su estructura física es fiel testimonio de la pobreza voluntaria de los voluntarios del movimiento del Trabajador Catolico.
Casa Juan Diego: un oasis en medio del desierto
En Casa Juan Diego se hace realidad la opción por los más pobres: los inmigrantes indocumentados, aquellos rechazados, discriminados, explotados en muchas formas . Desafortunadamente algunas personas con una visión egocéntrica y etnocéntrica califican como “ilegales” a los inmigrantes pobres, como si el derecho a la vida dependiera esencialmente de un documento o de una bandera. Tristemente muchas de las personas que discriminan a los inmigrantes indocumentados parecen sufrir de amnesia social, pues han olvidado que Los Estados Unidos es una nacion construída por el trabajo de los inmigrantes de todo el mundo.
Casa Juan Diego es el oasis en medio del caluroso desierto de Texas y especialmente de la frontera aquella que en este caluroso verano ha cobrado la vida de más de cincuenta inmigrantes. Es realmente desconcertante saber como muchos inmigrantes han muerto y muchos de ellos no han tenido la oportunidad ni siquiera de recibir cristiana sepultura, es como si el pobre no tuviera ni siquiera el derecho a morir dignamente y descansar en paz!.
Casa Juan Diego es en pocas palabras el techo hospitalario para todos aquellos latinoamericanos que sufren la angustia de vivir en tierras extranas como un indocumentado. En Casa juan Diego los inmigrantes encuentran el hogar donde ellos pueden volver a sonreir y mirar con optimismo el futuro.
Debo confesar que haber vivido en Casa Juan Diego ha sido una de las experiencias más fuertes como misionero. Día tras día durante dos meses encontré los rostros del Cristo indocumentado.
Cristo indocumentado, Cristo pidiendo hospitalidad, alimento, vestido, medicina, trabajo o simplemente una persona que escuche su historia llena de angustia o de tristeza Día tras día yo fui testigo del drama de hombres y mujeres latinoamericanos quienes, arriesgando sus vidas, han logrado cruzar la frontera, después de una jornada agotadora de días o semanas hasta llegar a Houston.
Nunca podré olvidar los rostros de los inmigrantes quemados por el intenso sol del verano, sus pies destrozados por larga caminata o sus huesos fracturados en su intento de huir de la “migra”. Hombres de todas las edades, de la ciudad y del campo de Mexico, pero también de Peru, de Colombia y también de Cuba. Todos ellos los más pobres entre los pobres. Los inmigrantes, la mayoría silenciosa en continuo éxodo, pueblo de Dios en busca de la tierra prometida. Sus historias hablan de como la violencia y la pobreza los ha obligado a abandonar su tierra y sus seres queridos. Las historias de los inmigrantes en Casa Juan Diego son fiel testimonio de como la pobreza, la injusticia social y la violencia en Latinoamerica están convirtiendo la emigración de un derecho en una necesidad.
Al emigrar ellos han experimentado la pobreza en su mas cruda realidad. Como Jesús muchos de ellos no han tenido “donde reclinar su cabeza” en su larga jornada al cruzar la frontera. Ellos han experimentado la completa soledad y el desamparo, el hambre y la sed. En otras palabras, ellos han experimentado en carne propia toda las violaciones en contra de su dignidad como seres humanos e hijos de Dios. Ellos han sufrido las humillaciones de la s deportaciones, la angustia de la fatiga, la zozobra de las noches a campo abierto expuestos a las víboras y otros peligros..
Al encuentro con el Cristo indocumentado
En Casa Juan Diego he encontrado los rostros de Cristo indocumentado. Todos tan diferentes, todos tan iguales, con historias diversas pero un drama común. Encontré a Martin el inmigrante “veterano” aquel que desde los años cuarenta empezó a cruzar la frontera como “bracero” y que ahora en sus setenta años continúa arriesgando su vida para venir a trabajar en Estados Unidos, a pesar de que su corazon ya no funciona muy bien. Allí encontré, también, a Cristo en el rostro de Gonzalo, un jóven de 18 años quien ya pasó la prueba de cruzar por primera vez la frontera y quien con mucho ánimo busca “el jale” (trabajo) diario”. Me dijo Gonzalo en una ocacion, yo envío dinero a mi familia para que ellos puedan sacar adelante sus cosechas de chile”.
Casa Juan Diego es como un libro de historias. Abrimos una página y nos encontramos la historia de Jacinto, el peruano quien frustrado por la pobreza emprendió el perigrinaje desde Lima, cruzó Colombia y Centro-américa para llegar a Houston. Pasamos una nueva página y encontramos la historia de Francisco, un hondureno quien abandonó el campo porque la sequía arruinó las cosechas De nuevo damos vuelta a un nuevo capítulo del libro y encontramos la historia de Jose, el colombiano quien como polizón abandonó Buenaventura y por once días permaneció oculto en un buque hasta llegar a los Estados Unidos.
Casa Juan Diego es para los inmigrantes un lugar de encuentro de los latino-americanos más pobres. Allí el cubano se encuentra con el peruano y el mexicano con el colombiano. Cuando se encuentran comparten sus historias y entonces se dan cuenta que más allá de las fronteras políticas todos son hermanos y viven una situación común; todos han sido obligados a abandonar su propia tierra por la pobreza y la violencia. Todos han caminado el mismo camino y la jornada los ha hecho hermanos. Descubren que tienen un Dios en común, un Dios que no ha creado fronteras; descubren que tienen una fe común, que su vida está en las manos del Dios “de la tienda”, el Dios quien acompañó a Abraham en búsqueda de la tierra prometida. Los inmigrantes comprenden que Dios los acompaña en su jornada y en su experiencia dolorosa de dejar a sus seres queridos, su tierra y marchar hacia un futuro incierto.
Recuerdo con especial interés las siguientes testimonios de un jóven inmigrante: “Es Dios quien nos abre la frontera, sin él nosotros no la haríamos”.. Los inmigrantes son testimonio de una profunda fe. “Dios dirá lo que debo hacer” es un frase que ellos repiten una y otra vez. Los inmigrantes me han enseñado que emigrar no es solo un problema social una de las formas como Dios continúa manifestándose y revelándose en los más sencillos y pobres. Dios nos habla hoy por boca de los inmigrantes. Los inmigrantes me han enseñado, tambien, que Cristo continúa hoy interpelándonos y cuestionando nuestra cómoda vida amnesteciada por los mitos del comfort, placer y consumismo. Hoy Cristo continúa tocando nuestra puerta buscando un techo para dormir, continúa buscando alimento, agua y vestido.
En Casa Juan Diego los inmigrantes descubren la universalidad de la Iglesia, su catolicidad. La solidaridad de los cristianos que no conoce franteras: Allí están todos unidos, los Trabajadores Católicos, algunos de ellos de Estados Unidos, son testimonio del buen samaritano brindando hospitalidad al extranjero, al inmigrante indocumentado.
Cuando muchas personas, incluyendo católicos, se encuentran preocupados por el fin del milenio y recurren a muchas formas egocéntricas y eqivocas para “salvar su alma” Cristo continúa diciéndonos, como aparece registrado en el el evangelio de Mateo, “Porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me diste vestido, era inmigrante y me diste hospitalidad” ( Mt 25). Cristo continúa diciendo, Practica las obras de misericordia, brinda hospitalidad a tu hermano inmigrante, así contribuirás a construir el reino de Dios “y todo lo demás se te dara por anadidura”.
En Casa Juan Diego se hace realidad la parábola del “Buen Samaritano”: “¿quién es mi projimo?, es mi hermano necesitado, el inmigrante indocumentado, aquel que casi pierde la vida al cruzar la frontera, quien se encuentra herido o golpeado o quien llega desidratado por no haber comido o tomado una gota de agua por cuatro o más días. Recuerdo de una forma especial el sufrimiento de un inmigrante hondureño quien llegó con las venas secas por la sed que había soportado durante varios días. El médico dijo que un día más habría bastado para que aquel hombre hubiera muerto. ¿No representan estos inmigrantes pobres de hoy a aquel hombre herido, a quien el buen samaritano brindó hospitalidad? (Mt. 10) ¿No estamos nosotros hoy llamados por Jesús a continuar siendo los buenos samaritanos que brindan hospitalidad a nuestros hermanos inmigrantes?
Celebrando la vida
En Casa Juan Diego el éxodo de los inmigrantes se convierte en pascua: compartimos las dificultades o las tristezas pero también compartimos la sonrisa y la esperanza, compartiimos la vida como regalo de Dios. Cada miércoles nos reunimos en la Eucaristía para dar gracias por la vida, el trabajo y por las manos misericordiosas de los Trabajadores Catolicos y de los benefactores de Casa Juan Diego. En la Eucaristía nos unimos como comunidad de fe, como Iglesia universal, como el cuerpo místico de Cristo. Juntos como hermanos damos gracias al Dios de la vida por habernos acompañado durante las dificultades del éxodo y por brindarnos la esperanza de un futuro mejor.
En los momentos de oración que compartimos con todos los voluntarios de Casa Juan Diego puedo hacer propias las palabras de la Madre Teresa de Calcutta: “Que fácil es reconocer a Jesús Sacramentado cuando lo hemos encontrado en el rostro del pobre a quien hemos servido”.
Casa Juan Diego me brindó la oportunidad de conocer los laicos del movimiento Trabajdor Catolico, quienes compartieron conmigo los valores que inspiraron a Dorothy Day y Peter Maurin: la pobreza voluntaria, la hospitalidad y el pacifismo. Toda su labor en Casa Juan Diego ha sido un gran testimonio de como los catolicos en Estados Unidos pueden ser profetas al confrontar la sociedad de consumo que esclaviza y explota a muchos hombres y mujeres en este pais.
El punto de encuentro entre la reflexión y la acción tienen lugar en Casa Juan Diego cuando en medio de la jornada de trabajo tomamos tiempo para compartir las lecturas sobre la espiritualidad y las raices del movimiento del Trabajador Catolico. Como Latinoamericano fui enriquecido con el pensamiento católico de Dorothy Day y Peter Maurin. La vida de ellos fue siempre testimonio de vida cristiana y de compromiso con el más pobre. Ellos son profetas quienes practicaron en su vida la caridad y la justicia social, una transformación de la sociedad que empieza con la revolución del corazón–tal como lo afirmaba Dorothy Day–y con la práctica radical del Sermón de la Montaña.
Trabajador Católico de Houston, Vol. VIII, No. 7, diciembre 1998.