El Papa Juan Pablo II ha repetido varias veces que la Iglesia católica opone a sistemas capitalistas que dan prioridad a ganancias y productos en lugar del bien de la persona humana.
Se han hecho elogio de Argentina como uno de los éxitos del mercado global, del capitalismo democrático “laissez-faire” predicado por Michael Novak, el neoliberalismo que ha sido tan destructivo a los pobres y la clase media en tantos países del Tercer Mundo. Argentina en realidad es un desastre. Las noticias en la prensa son de disturbios en las calles por tanto desempleo. La historia que sigue está escrita por una señora quien en desesperación vino a los Estados Unidos.
Mi historia es una más de las tantas historias, de sueños, esperanzas y promesas sin cumplir, que surgen a través de la desesperación por estar mal en tu país.
Mi sobrino y yo venimos de un país muy lejano llamado Argentina. Donde cada vez que lo nombrás, todos dicen: “¡Oh! ¡Argentina!” Sin embargo, puede ser muy bonita de vista, pero la vida allás está muy difícil.
En mi país habían tres clases sociales: la rica, la clase media y la pobre.
La clase media somos la mayoría, ya que somos los trabajadores y los comerciantes. Pero debido a los malos gobiernos corruptos que hacen las decisiones económicas, la clase media prácticamente despareció. Las fábricas cierran, la gente queda sin trabajo, los grandes negocios cierran y se van con su capital a otros países. Los negocios chicos que dependen de los grandes deben cerrar también. Es toda una cadena. El setenta por ciento de los trabajadores están desocupados. Argentina tiene el mayor índice de desocupación. Hay hambre. Realmente hay mucha hambre.
Mi esposo y yo tenemos unos amigos que trabajan en Argentina, y nos aconsejaban que vendiéramos todo para venirnos a Houston. Que acá la cosa es mejor, que encontraríamos trabajo, que tenían familia que nos podían ayudar a alquilar una casa y un abogado nos pondría todos los papeles en regla para que podamos trabajar.
Yo tenía un taller con varias máquinas de coser que las vendí para poder viajar.
Cuando llegamos a Miami, apenas bajamos del avión mientras preguntábamos como hacer para tomar el bus que va a Houston. Un muchacho pasó corriendo y me arrebató la cartera donde traía todo el dinero. Solo nos quedaba la plata que teníamos en los bolsillos. Mi sobrino lo corrió, pero yo tenía mucho miedo de que estuviera armado. El taximetrista que vio todo nos llevó hasta la terminal de Greyhound y le explicó al encargado lo que nos pasó. El, gracias a Dios, nos dejó viajar por el dinero que nos quedaba que era muy poco–lo que guardábamos.
Viajamos 26 horas en el bus sin comer nada porque no teníamos ni un peso. Lo único que pudimos hacer fue una llamada por cobrar allá para contarles lo que nos había padado. Cuando llegamos a Houston la persona que nos tenía que ir a buscar no fue. Estuvimos doce horas en la terminal esperándolo. Yo lloraba por todo lo que nos estaba pasando y una señora ¡Que jamás la olvidaré! se acercó y en su mal castellano me dio el número de teléfono de la Casa de Juan Diego. Me dijo, “Si necesitas ayuda, llamás este número. Ellos hablan tu idioma,” y se fue. Muy tarde a las 11:30 horas p.m. el pariente de los amigos nos fue a buscar. Ya sabía que nos habían robado. Esa noche nos llevó a un hotel y al otro día nos fue a buscar y nos dijo que él trabaja todo el día, que no se puede hacer cargo de nosotros, que nos tenía que dejar en la calle. ¡Claro ya no traíamos el dinero! Que el iba a manejar consiguiéndonos todo lo que nos habían peoretido. ¡Ya no había ayuda!
Yo estaba tan desesperada, sin saber que hacer en un país tan lejano sin conocer su habla, ni a nadie, y sin tener plata, ni siquiera para comer. Hacía dos días y medio que estábamos sin comer. Recordé entonces aquella señóra mayor de unos hermoso ojos azules que me dio el número de teléfono y llamé. El Señor Marcos nos trajo y aquí con una sonrisa y unos brazos abiertos nos recibieron la Señora Luisa y sus colaboradoras. Nos recibieron, nos dieron de comer y nos albergaron.
Agradezco enormemente a este grupo por la ayuda que nos ha dado. Por lo que ha hecho por nosotros, por lo que hacen por todo aquel que viene de otras tierras tan solo con una esperanza, la de TRABAJAR y poder vivir dignamente.
Quiero destacar que ellos no miran raza, religión, política o país. Ellos ven a través nuestro al ser humano que necesita ayuda y ahí están con los brazos abiertos y una sonrisa y te hacen sentir nuevamente un ser humano, sin discriminación.
¡¡Que Dios los bendiga!!
Trabajador Católico de Houston, Vol. XVII, No. 4, julio-agosto 1997.