Marion Maendel llegó al Trabajador Católico del movimiento Bruderhof. Ella vive y trabaja en la casa para mujeres y niños de Casa Juan Diego.
Existe ahora un sentimiento circulando entre agencias sociales y organizaciones de iglesias que la hospitalidad está fuera de moda. Hábilmente anunciados, nuevos programas de consejo para mujeres maltratadas y destituídas están de moda. El albergue no. Líneas de
comunicación para personas en crisis están apareciendo por dondequiera. Simples ofertas de albergue, comida y ropa se están acabando rápidamente. Las mezas directivas están de acuerdo con el uso de dinero para consejo en lugar de hospitalidad. Información, referencias y contactos reemplazan albergues.
Como algo despreciado y marginado puesto avanzado de la disminuyendo hospitalidad, el Trabajador Católico necesita explicar porque sus miembros continúan con tan antiguo y primitivo carisma social. ¿Porqué hacemos la hospitalidad? es una pregunta que enfrentamos con cada nueva persona que llega a Casa Juan Diego. La conclusión a la que continuamente llegamos es contestado por medio de nuestras huéspedes. Las siguientes dos historias demuestran nuestra respuesta.
“María,” una madre inmigrante con cuatro niños, vino a nosotros de Guatemala. Por años había sido aterrorizada por su esposo alcóholico quien era muy abusivo. Sin poder trabajar o pedir dinero a su esposo, María fue forzada a ver crecer a sus hijos sin escuela, comida, ropa, amor y un padre. Después de agonizantes semanas de planes y preparaciones en secreto, María se escapó sola de su casa y empezó su espantosa jornada hacia el “norte” con la esperanza de encontrar de alguna manera los medios para mantener a sus hijos.
Ella pasó meses en camino, siempre buscando trabajo de corto tiempo donde pudiera ganar lo bastante para viajar otras cuantas millas. Finalmente, María llegó al Río Brave. Buscando la manera de cruzar, un grupo de hombres la descubrió y genialmente ofrecieron sus servicios. Después de “ayudarla” a cruzar la frontera, ellos la tomaron brutalmente, la golpearon, y luego tomaron turnos violándola.
María sobrevivió. Ella continuó su jornada, alentada con las caras de sus hijos. Siguieron más semanas de terror y humillación amarga. Aunque ya estaba en Tejas, el prejuicio racial, una lengua desconocida y el alto costo del viaje la detuvieron.
Cuando finalmente llegó a Houston, su valor enorme casi se le había acabado. Ella no tenía nada excepto el vestido y los zapatos que traía puestos y no conocía a nadie en Houston. La dirección de Casa Juan Diego que una amiga le había dado en la frontera era una tentativa en la obscuridad.
María llegó a la puerta de Casa Juan Diego: “Yo soy María de Guatemala. No tengo casa ni amigos. ¿Me pueden ayudar a encontrar un trabajo en casa donde me pueda quedar para poder mandar dinero a mis hijos para que coman y poder mandarles a la escuela? Luego ella agregó con su cabeza baja: “Creo que estoy embarazada.”
¿Qué se le dice a una mujer sola, destituída, muriendo de hambre y embarazada por violación? En Casa Juan Diego le dice, “Bienvenida, esta es su casa.”
Después de comer, bañarse, cambiarse con ropa limpia y descansar, María pidió hablar con nosostros. Su primera pregunta fue de las posibilidades de encontrar trabajo. Segundo, ¿y qué de estar embarazada? La gente en la frontera le dijeron que en los Estados Unidos una no batalla con embarazos indeseados. Los abortan. María no se sentía bien con esta solución. Ella no era de los Estados Unidos. ¿Le podíamos ayudar si ella tenía el bebé? Aceptamos su deseo y le prometimos ayudarla aun después de que la criatura naciera y cumpliera 18 años.
María estaba emocionada al saber que ella realmente tenía una alternativa a las perseverantes voces sociales del Valley Río Grande que insistían en que ella nunca amaría a un niño nacido de un abuso, y que tener un aborto sería la manera más práctica, fácil y confortable de olvidar todo el incidente. Profundamente religiosa y apoyada culturalmente en tener la criatura, María estaba contenta de saber que ella podía seguir sus creencias por medio del concreto apoyo y amor práctico que se le ofrecía.
Le arreglamos un trabajo inmediatamente. Cuando llegó la hora de dar a luz, fue muy emocionante–como siempre es. Cuando María y Tomás regresaron del hospital, todos los recibieron. Los trabajadores que cargaban al pequeño Tomás en sus brazos descubrieron por primera vez el significado de pro-vida. Eran tan diferente de lo que oían en la televisión o leían en los periódicos.
Hoy, María trabaja en casa tiempo completo aquí en Houston, y puede mandar dinero a su familia en Guatemala. Sus hijos allá están bien y van a la escuela con su ayuda. Ella tiene un niño hermoso aquí, y juntos nos visitan seguido para recoger correspondencia o solo para saludarnos. María lo quiere mucho.
Otras mujeres que vienen con nosotros son víctimas de abuso doméstico más espisódico. Hace varias semanas recibimos una llamada de una pareja en Houston que estaba muy preocupada por el tratamiento que su vecino le daba a su esposa. El hombre, un inmigrante establecido de México, se había vuelto alcohólico, y recientemente empezaba a abusar verbalmente y físicamente a su esposa, lo cual él justificaba por su extreme posesividad y con celos casi neuróticos de su esposa. La mujer, humillada, estaba tratando de dejar a su marido, pero no tenía a donde ir. ¿La tomaríamos nosotros si la pareja podía traerla a Casa Juan Diego? Les aseguramos que lo haríamos.
Una vez que “Sofía” y sus hijos habían llegado bien, platicamos con ella sobre las razones por el abuso verbal de su esposo y sus celos, y exploramos la posibilidad de aconsejería. Le aseguramos que no habría límite de tiempo para su estancia en Casa Juan Diego, que nosotros haríamos lo que pudiéramos hacer para apoyarla a ella y los niños, y que si ella quería, nosotros trataríamos de ser negociadores entre ella y su esposo. Confiada en este nuevo apoyo Sofía nos dijo que ella estaba devastada por el abuso de su esposo, pero deseaba tratar de salvar su matrimonio, con la condición de que el estuviera dispuesto a recibir terapia profesional y consejo matrimonial de su parroquia, donde hablaban español. Dándose cuenta que al contrario de sus amenazas, Sofía si tenía un lugar seguro donde quedarse, y que podría sobrevivir sin él financieramente, el esposo de Sofía aceptó sus condiciones.
Después de consejo intensivo, él le admitió a ella, llorando, que sus abusos no eran justos, que la extrañaba terriblemente, y que él también estaba dispuesto a tratar de mantener su matrimonio de nuevo.
Las historias de María y Sofía nos hicieron reflexionar que la explotación resulta de la vulnerabilidad, y que a veces podemos poner fin a un ciclo vicioso de abuso social, institucional o doméstico por el simple acto de hospitalidad. Frecuentemente hecha a un lado como trabajo de remiendo, la hospitalidad en realidad ofrece a las víctimas de abuso social y especialmente doméstico una fuerte y abierta fuente de poder de la cual pueden negociar con confianza en sí misma, no de una desesperación ciega. Como la historia de María ejemplifica, muy pocas de las mujeres solteras embarazadas que llegan a Casa Juan Diego de América Latina consideran el aborto como una opción cuando ya hayan encontrado la seguridad de un hogar aquí y, además, apoyo práctico. Mientras que muchas agencias ofrecen consejo en crisis, nosotros y nuestras huéspedes hemos encontrado que tal auxilio puede ser de poco uso si la mujer con el problema es apoyada solamente verbalmente. Aquí, no solamente debemos ofrecer palabras de consejo, sino un ambiente donde se pueda llevar a cabo tal consejo, asegurado, y respaldado por un tiempo sin límite de albergue en ambiente de hospitalidad.
Mujeres como Sofía pueden ser salvados de degradante vencimiento propio por medio de la hospitalidad. Frecuentemente, cuando una mujer maltratada amenaza dejar a su esposo o compañero abusivo, simplemente se rien de ella. “No hay ningún lugar para que tu vayas,” le dicen. “Eres una mojadita mal agradecida, y no tienes amistades ni familia aquí. Nadie quiere ayudarte, nadie se atreverá a protegerte de mí cuando yo venga a buscarte. De cualquier manera, yo soy él que soy legal y tengo el trabajo. Si llevas este caso a la corte, yo soy él que voy a recibir custodia de los muchachos.”
Nuestro trabajo en tales situaciones es probar que esta declaración no es correcta. Armados con una oferta de albergue sin límite, comida, ropa, medicina, consejo, y frecuentemente ayuda legal, una mujer golpeada apoyada por una hospitalidad incondicional puede cambiar su vida completamente. La hospitalidad le ha dado poder.
Esto no es para ensalzarnos nosotros mismos, o negar la complejidad de la violencia habitual. Hombres violentos, para los que el abuso se ha convertido en una manera profundamente establecida de expresar celos, inseguridad, fanatismo y/o sexismo pueden, de hecho, ser irremediables. Se han convertido en monstruos capaces de crueldad indecible, y es imperativo ayudar a estas mujeres a escapar permanentemente de sus
garras. (Recientemente, supimos que una de nuestras mujeres golpeadas que se cambió a otro albergue hace varios meses, regresó al lado de su esposo por tercera o cuarta vez y fue brutalmente asesinada por él.
Cuando la esposa o amiga de un golpeador habitual se hace fantasías de una reconciliación de luna de miel, y tontamente busca quedarse con él sin sentar primero condiciones o normas, le aconsejamos y le ayudamos a emepzar una nueva vida separada del hombre. Lo que realmente se debe comprender, sin embargo, es que no todos los casos de violencia son negro y blanco o situaciones innegociables.
Tentados por cinismo, frecuentemente abrumados por lo que parece ser inútil de nuestros esfuerzos y el devastador número de mal logros en proporción a los éxitos, a veces nos sentimos convencidos que las historias como las de María y Sofía son excepciones. No lo son. Son claros ejemplos del refuerzo, confianza y esperanza que la hospitalidad puede ofrecer a mujeres maltratadas, ya sean explotadas por los esposos o instituciones sociales y gubernamentales.
Trabajador Catóico de Houston, Vol. XVII, No. 4, julio-agosto 1997.