Me tomo la libertad de insistir así: si los cristianos, en efecto, renunciaran a mantener en sus corazones el deseo por la santidad (aun si ellos lo desearán muy distantemente, excesivamente distante, aun si ellos vivieran en la maldad), este sería una última traición contra Dios y contra el mundo.
Los santos participan a través del transcurso del tiempo en el trabajo redimidor de Jesús por el mundo. Sus relaciones personales al mundo son paradójicas y misteriosas. Para ellos, me parece a mí, el mundo está sobre todo una ocasión para morir a ellos mismos para poder entregarse enteramente al Amor para amar.
Tratemos de imaginar lo que pasa en el alma de un santo en el momento decisivo en que hace su primer decisión irrevocable. Imaginémonos a San Francisco de Asís, cuando él tira su ropa y aparece desnudo a su obispo, a San Benedicto Labré cuando él decide convertirse en un limosnero piojoso vagando por los caminos.
A la raíz de tal acto había algo tan profundo en el alma que uno no sabe expresarlo–digamos que es simplemente un rechazo supremamente activo de aceptar las cosas como son. Este acto tiene que ver con un hecho, un hecho existencial: las cosas como están son intolerables. En la realidad de la existencia, el mundo está infectado con mentiras, injusticia, maldad, sufrimiento, y miseria; la creación ha sido corrumpida por el pecado a tal grado que en la misma escencia de su alma, el santo se rehusa a aceptarlo como está. La maldad–quiero decir con esto el poder del pecado, y el sufrimiento universal que arrastra a su paso–la maldad es tal que la única cosa que el santo tiene de inmediate para oponerlo totalmente, y que embriaga al santo con libertad, exultación, y amor, es renunciar todo, abandonar todo, la dulzura del mundo y lo que es bueno, y lo que es mejor, y lo que es deleitable y permitido y más que nada a él mismo, para poder estar libre con Dios. Para hacer esto es el ser totalmente denudado y entregado para poder agarrar el poder de la cruz; es morir por aquellos que el ama. Esto es un relámpago de intuición y voluntad sobre cualquier orden de moralidad humana. Una vez que el alma ha sido tocada en vuelo por esta ala ardiente se convierte en un extraño dondequiera. Puede enamorarse con cosas, nunca encontrará resposo en ellas. El santo está sólo trillando la prensa del vino, y entre los pueblos no hay nadie con él (Isaías 63:3).
Tocante al Emperador de este mundo (el poder del mal), él es el dios falso de los filósofos cuando, sabiendo de la existencia de un Ser supremo, ellos no reconocen su gloria, niegan el abismo de la libertad que significa su transcendencia, y lo encadena al mundo que él mismo ha hecho: un dios falso responsable, por el mundo pero sin poder para redimirlo, que nada más sería la suprema garantía y justificación del tejido del mundo, y daría sanción a todo mal al igual que a cada bien trabajando en el mundo; un dios que bendeciría a la injusticia y esclavitud y miseria, y haría de las lágrimas de los niños y la agonía de los inocentes un puro y simple ingrediente de las sagradas necesidades de eternos ciclos o de la evolución. Tal dios es el Ser supremo único, de seguro, pero transformado en un ídolo, el dios naturalista de la naturaleza, el Jupiter de este mundo, el gran dios de los idólatras, de los poderosos en sus tronos, y de los ricos en su gloria mundial, de éxito sin ley, puro hecho edificado en ley. Con respeto a tal dios, el santo es un completo ateo. Tales clases de ateos son los misteriosos pilares del cielo. Le dan al mundo ese suplemento de alma, como dijo Bergson, lo que necesita el mundo.
Pero si el otro mundo se destruye, y si, por lo mismo, Dios pierde su infinita transcendencia, entonces ya no hay ningún Padre celestial, hay sólo el Emperador de este mundo, ante el cual todos deben arrodillarse. Y los ateístas de este falso dios se acaban, cristianos están de rodillas ante el mundo, y el mundo ha perdido a los santos.
Trabajador Católico de Houston, Vol. XVI, No. 1, enero-febrero, 1996.Tomado de The Peasant of the Garonne (El Labriego de la Garonne), Holt, Rinehart Y Winston, 1968.